Fragancias

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 FragànciesEl orador dio por finalizada la jornada con unas palabras de agradecimiento. Hubo algunos aplausos que enseguida se fundieron con el rumor de voces y gente moviéndose. Martín se levantó, movió la cabeza para desentumecer los músculos del cuello y esperó a que los ocupantes de los asientos que le separaban del pasillo empezaran a desfilar para ir detrás de ellos hacia la salida.

En el vestíbulo se encontró con Óscar.

—¡Joder, tío, qué paliza! ¿Quieres que vayamos ya hacia el restaurante?

Martín consultó su reloj.

—Sí, podemos tomarnos una cerveza antes de cenar.

La cena era en el hotel en el que se alojaban la mayoría de los participantes extranjeros. Se quedaron en el bar, bebiendo, con la espalda apoyada en la barra.

—Mira, ahí la tienes —dijo Óscar cuando ya iban por media cerveza.

Y señaló hacia la entrada con un gesto de la cabeza.

—Estás pesadito con el tema, ¿eh, chaval?

—Ya verás como viene a saludarte.

—Quizás vendrá para saludarte a ti.

—Tú le gustas más.

La mujer, una científica belga que había participado en el congreso, se había detenido y charlaba con una pareja que ocupaba una mesa en el centro del local. Martín dio un trago a su cerveza sin dejar de mirarla. En ese momento, ella levantó la cabeza, lo vió y le sonrió.

—¿Qué me dices? —dijo Óscar.

—Que estoy casado. Yo no hago estas cosas.

—¿Qué cosas?

—Liarme con desconocidas.

—A esta ya la conoces.

—Ya me entiendes.

—No me puedo creer que te lo dejes perder, chaval. La tía está bastante buena, y la tienes en el bote, te lo digo de verdad.

—Toda para ti.

—Me sabría mal.

—Es tu problema, yo paso.

La mujer se estaba despidiendo de la pareja.

—Es la última noche que la tendrás a tiro. Hazme el favor de aprovecharlo.

Se les acercó, los saludó, hizo un gesto al camarero, que estaba detrás de ellos, en la barra, y le pidió una copa de vino blanco. Martín se volvió para cogerla, y cuando se dio la vuelta de nuevo, para dársela, se la encontró de frente, muy cerca, y se detuvo en seco, sorprendido por la fragancia que desprendía. La mujer lo miró a los ojos durante un instante, mientras su sonrisa se ensanchaba, y le cogió la copa de la mano. No se movió de su lado hasta que fueron juntos hacia el comedor.

Las mesas eran redondas, para diez comensales cada una. Los sitios no estaban asignados así que se instalaron en la primera en la que encontraron tres sillas libres. Martín se sentó entre Óscar y la belga. Enseguida se fundieron en la conversación general y, con las obligaciones liquidadas y arrinconadas las formalidades, avanzaron por la cena relajados, cada vez más alejados de la ciencia. La belga era simpática e ingeniosa, y se reía con una naturalidad que la hacía más atractiva. Óscar tenía razón, no estaba nada mal. Y aquella fragancia, aderezada con el vino que había bebido, ponía en peligro su equilibrio; incluso notaba un hormigueo en el vientre. Al final del segundo plato, con un gesto aparentemente espontáneo, la mujer lo cogió de la muñeca mientras arqueaba el cuerpo hacia atrás y reía. La camiseta se le adaptó al busto y se hicieron evidentes unos pezones delicados que coronaban unos pechos de una esfericidad tan sorprendente como perfecta. A Martín, la suma de tantos estímulos le provocó una descarga y aquel hormigueo se convirtió en un nudo. Le costó terminarse la carne. Superó los postres como pudo y llegaron los cafés.

—Venga chaval, ya es toda es tuya —le susurró Óscar cuando ya los ultimaban.

—Es más bien al revés.

—¿Qué quieres decir?

—Que soy yo el que está atrapado.

Óscar se puso a reír.

—No sé qué te parece tan divertido. A mí no me hace ninguna gracia.

—Mira que eres burro.

La científica los miró sonriendo, primero a Martín y después a Óscar, y propuso ir a tomar una copa a la discoteca del hotel. Echó un vistazo a los demás compañeros de mesa y se levantó. Martín también se puso en pie casi sin darse cuenta. Miró su reloj: las once y cuarenta y tres, podía poner cualquier excusa. Tampoco tenía tan claro que la tuviera en el bote. Y, además, ¿qué se suponía que tenía que hacer? Nada, haría; ya se conocía. Se despediría de ella allí mismo, eso sí. Oyó a alguien decir maybe later, levantó la cabeza y vio a uno que hacía un gesto de adiós con la mano. Entonces, Óscar le puso el brazo sobre los hombros y, con la otra mano, cogió a la belga por el codo.

—Venga, vamos —les dijo.

Martín miró hacia la mesa mientras era arrastrado en dirección al vestíbulo. Aquél que antes decía adiós, ahora señalaba al techo con el pulgar. Los demás sonreían.

La disco era como todas, con poca luz y la música a todo trapo. Óscar desapareció. Pidieron las bebidas y se quedaron de pie junto a la barra. Para hablarle, ella se le acercaba mucho. Sus pechos, libres bajo la camiseta, le tocaban el brazo y resultaban casi desnudos al tacto. Percibía su forma y su dureza; incluso distinguía los pezones cuando éstos le rozaban la piel. Y su aliento cálido y los labios húmedos que le acariciaban la oreja. Y aquel perfume, que parecía que lo hubiera atrapado como una red ineludible.

Se terminó la consumición y dejó el vaso en la barra. Las doce y veintisiete. ¿Y ahora, qué?

Lo decidió ella, lo agarró por la corbata mientras le metía una rodilla entre las piernas y le mordió el lóbulo de la oreja.

Are you coming with me?

Coming? Where?

To my room.

Cerró los ojos.

Let’s go.

Y fueron.

Las dos y cuarenta y dos. Se pasó la mano por el cabello, esperó a que se abrieran las puertas del ascensor y fue directamente hacia la calle sin mirar a la chica del mostrador de recepción. Llovía con entusiasmo. Se detuvo bajo la marquesina. Curiosamente, no tenía remordimientos. Suerte, sólo le hubiera faltado el arrepentimiento para rematar aquella frustrante aventura extramatrimonial. ¿Cómo podían haberse entendido tan poco?

Paró un taxi que transportaba a unos extranjeros bastante borrachos. Hizo una señal al taxista, esperó a que los turistas se refugiaran bajo la marquesina y corrió hasta el vehículo. Llegó empapado. Le dio la dirección al conductor.

Se secó el agua de la cara con las manos y le asaltó el olor de la belga. Se olió los dedos y, enseguida, la camisa, los brazos y las piernas. Enderezó el cuerpo y coincidió con la mirada del taxista en el retrovisor. Estuvo tentado de preguntarle si notaba el olor que desprendía, pero apartó los ojos y apoyó la cabeza en el asiento. ¿Qué coño de perfume llevaba, aquella tía, que lo había impregnado de aquella manera? Mojado, parecía que su olor se hubiera multiplicado por cien; seguro que el aroma lo delataba a Kilómetros. Giró la cabeza sobre el respaldo, miró por la ventanilla y concentró la mirada en los reflejos de las luces sobre el asfalto mojado. Pensó en Lidia, su mujer.

Entró en casa sin hacer ruido, con la sensación de ir dejando un rastro oloroso. En el baño se desnudó y tiró la ropa al cesto de la ropa sucia. La sacó de nuevo, se la acercó a la nariz, cogió las demás prendas del cesto y las metió, todas juntas, en la lavadora. La cerró, se quedó mirándola y, tras un instante de duda, decidió no ponerla en marcha. Se duchó y se enjabonó a fondo el cuerpo y el cabello.

Se acostó con mucho cuidado, tratando de no despertar a Lidia. Ella se arrimó a él, lo abrazó y le besó la nuca.

—Mmm, qué bien, te has duchado; no hueles a bar.

Y se apretó un poco más contra su espalda.

—¿Como es que vienes tan tarde? —le preguntó sin acabar de despertarse.

—Es que he estado follando con una biofísica belga.

—Ya.

Y le pasó la pierna por encima, como si quisiera terminar de acomodar su cuerpo al de él, y se volvió a dormir.

@ Albert Gassull 2014

 

 

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