Por la boca muere el pez

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 —Sí, chica, y ya estoy un poco harta de tener que levantarme cada mañana a las seis para ir a trabajar y dejarlo allí durmiendo.

La pescadera cortó la cabeza de la merluza con un movimiento preciso y, con el filo del cuchillo apoyado en la madera, levantó la cabeza para mirar a la mujer que le hablaba, la señora Rojas, una vecina nuestra que debía de tener unos sesenta años, iba peinada con una permanente anacrónica y mamá decía que se comportaba como si por el solo hecho de existir ya nos estuviera haciendo un favor. Ahora quizás ha cambiado, no sé. No la he vuelto a ver desde que les pasó aquello.

Mari, la ayudante de la pescadera, que tiene unos años más que yo y unos ojos que me fascinan, pesaba unas sardinas para una chica con rastas; y una mujer joven miraba el pescado del mostrador mientras esperaba su turno.

—Pero con esto de Internet, ya sabes —continuó la señora Rojas—. Se queda cada día pegado al ordenador hasta las tantas, chateando. Y no veas la de chicas que le escriben. Pero él me lo explica todo, ¿eh? Lo hace sólo para divertirse. Se ve que hay una búlgara que le va a la zaga, parece ser que están desesperadas por enganchar a alguien y venir hacia aquí, estas.

—Que hijo de puta —dijo entre dientes la chica de las rastas.

—¿Qué dices?

La chica suspiró y se encaró a la mujer.

—Pues eso, que su marido es un mal nacido, jugar así con la esperanza de estas chicas.

La señora Rojas se puso rígida y se giró hacia la pescadera. La pescadora se había concentrado en su trabajo y la otra mujer y yo lo hicimos en el pescado distribuido sobre el hielo. La chica de las rastas cogió el paquete que le daba Mari, lo pagó y se marchó. Fue como si el aire volviera a entrar en la tienda.

—¿Ya no educan a la juventud? —dijo la señora Rojas. Y me miró de reojo.

—Bueno, quizá no hace falta decir las cosas de esta manera.

Era la mujer joven la que había hablado, como quien hace un comentario al aire, mientras miraba un rape con atención.

—¿A qué se refiere?

—A nada —respondió sin mirarla. Y dirigiéndose a Mari: —¿Me pondrás este? A rodajas.

Durante unos instantes sólo se oyó el faenar de las pescaderas y el ruido de la calle. No pude evitar mirar a Mari.

—Y algunas le mandan fotos y todo —volvió a arrancar la señora Rojas—. Y qué fotos! Si las vieras! Y ahora nos hemos puesto una webcam, porque el ordenador no tenía, para vernos con una amiga de Argentina, y las chicas también se conectan.

—Pues a ver si cualquier día se encontrará su marido mirando la pantalla con la eso fuera de los pantalones —dijo la pescadera, y se le escapó un vistazo fugaz hacia mí.

Mari también me miró, como si quisiera adivinar qué estaba entendiendo, pero a mí me pareció que adivinaba que pienso en ella cada noche cuando estoy en la cama y me la toco. Creo que me puse colorado.

—¡Qué? —dijo la señora Rojas.

—¿No dice que le envían fotos fuertes? Pues imagínese lo que deben hacer en directo. Que los hombres son todos iguales, mujer. ¿Qué se piensa? ¿Par qué cree que se conecta, para charlar?

—Mi Marido no hace esas cosas.

—Usted sabrá. Yo, al mío ya lo pillé una vez en el baño haciéndoselo mientras miraba un vídeo en el móvil, qué quiere que le diga.

—Quizá su marido sea un cerdo, pero el mío es una persona muy decente.

—Sin faltar, señora, que los hombres son como son y nosotras ni tenemos la culpa ni podemos hacer nada por resolverlo.

Mari la miró con reprobación y me señaló con las cejas.

—Tú nada, guapo, que todavía eres joven —me dijo, entonces, la pescadera.

—Ándese con ojo con esto de la webcam —dijo la otra mujer, que ahora inspeccionaba unas gambas—, se ve que pueden entrar en el ordenador y espiar a través de la cámara.

—Pero si ya tienen a las búlgaras para espiarlos —dijo la pescadera—, no hace falta que entre nadie más. Que vaya usted a saber por los ojos de quien miran, ésas, o si son búlgaras, o qué son.

Me parece que la señora Rojas hizo ver que no lo había oído; se había girado hacia la otra mujer y comenzó a hablar con ella.

—Mira, precisamente esta amiga argentina, el otro día, cuando me conecté me advirtió que tuviera cuidado porque se veía toda la sala. Me dijo: «Hay que ver, qué colección tenéis!»

—¿Me pondrás seis? —dijo la mujer joven señalando las gambas.

La señora Rojas se volvió a girar hacia el pescadera.

—Se refería a los cuadros, ¿sabes? Pero vamos, no creo que nos los vengan a robar.

—A veces no es por lo que se ve, sino por lo que se adivina —dijo la otra mujer, que ahora investigaba las reacciones de un cigala, tocándola insistentemente con el índice.

—Ya, pero las joyas, el dinero y las cosas de valor las tenemos en la caja fuerte, que está en el dormitorio, no en la sala, ni detrás de un cuadro.

Y rió con suficiencia, como si se enorgulleciera de su inteligencia.

La pescadera terminó de cortar la merluza y la envolvió. La mujer no necesitaba nada más, pagó, se despidió y se fue.

La pescadera me sonrió.

—¿Qué quieres, guapo?

Y a continuación, mientras yo removía mis bolsillos buscando el papel que me había dado mamá, miró hacia la calle y dijo:

—El marido de ésta es un cerdo, si lo sabré yo. Y ella es idiota. Que vaya explicando que tiene joyas y dinero en una caja fuerte, que cualquier día les entrarán unos de esos en casa, los atarán a una silla con cinta americana y los golpearán con una barra de hierro hasta que les digan donde la tienen y les den la combinación.

Y se ve que eso fue lo que ocurrió. Pero parece ser que no había joyas, ni tampoco dinero, y dice mamá que por eso salieron tan mal parados.

@Albert Gassull 2013

Un comentario

  1. Me encanta el relato, porque describe algo que suelo hacer a menudo :escuchar sin mirar en el mercado, en el metro, en el cine, en una cola de espera,…e imaginarme las vidas que hay detrás de esos comentarios, a veces arriesgados para según que oídos con los que los comparten.

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