En Madrid

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ExecutiuAMadrid

Hace unos años yo era un joven la mar de dinámico, emprendedor y seguro de mí mismo. Me había hecho con la exclusiva de la distribución, para toda la península y las islas, de una de las mejores soluciones de software para oficina. Vestía chaqueta y pantalón de corte moderno, camisa blanca y corbata de colores llamativos, calzaba mocasines y llevaba calcetines de rombos. Iba al gimnasio, estaba permanentemente moreno y en forma, llevaba el cabello engominado y gafas de sol de marca. Tenía una vida social intensa, mucho éxito con el sexo opuesto y bastante prestigio entre mis amigos. Me estaba haciendo un nombre en el gremio y también entre las mujeres del sector, porque viajaba mucho y ​​se ve que se lo contaban las unas a las otras. O no lo sé, pero la cuestión es que siempre que iba a alguna ciudad a visitar a un vendedor local me salía algún lío, como si el personal femenino me estuviera esperando. No miento, siempre pillaba.

Esta era la dinámica en la que estaba inmerso aquella vez que fui a Madrid a una feria anual dedicada a la informática. Aquel año tenía la oportunidad de presentar nuestros productos bajo el paraguas de una importante empresa de venta de software y hardware. Mariano, un buen amigo mío, era el delegado en la capital española y me había invitado a participar. Dispondría de una hora en una sala de conferencias del pabellón para hacer una demostración de nuestro paquete de soluciones para oficina.

Habíamos acordado que iría a Madrid aquella tarde, la anterior al día de la presentación, y me quedaría a dormir en su casa. Tuve una mañana bastante ajetreada y no lo telefoneé para decirle cuándo llegaría hasta después de comer.

—¿Dónde estás?

—En el despacho.

—¿En Barcelona?

—Sí, claro, ahora salía hacia el aeropuerto, cogeré el primer puente aéreo.

—Hay una huelga, tío, ¿no te has enterado?

—¿Qué?

—¿No miras las noticias? Se han cancelado muchos vuelos, y los que salen lo hacen con mucho retraso. A saber a qué hora llegarás.

—Joder, a ver si terminan el AVE de una puta vez, estoy hasta los cojones del puente aéreo, de verdad.

—¿No te saldría más a cuenta coger el primer vuelo de mañana? La demo es a las diez.

Mariano no vivía en la ciudad, vivía en Majadahonda. Que yo llegara tarde a Madrid le complicaba las cosas. No tendría ganas de esperarme en la oficina, seguro, ni de venirme a buscar al aeropuerto.

—Hombre, prefiero ir hoy que levantarme mañana a las cinco de la mañana. Además, iría muy justo de tiempo y la entrada en Madrid siempre está fatal. Sólo faltaría que pasara algo y no llegara a la presentación. Oye, no te preocupes por mí, vete tranquilamente a casa. Ahora mismo me busco un hotel para esta noche y ya nos veremos mañana en la feria.

—Estás de suerte, tío. Hoy estaré en Madrid hasta tarde. Hay una fiesta. Es el cumpleaños de Luis, un comercial nuevo de TecnicalSoft. Ha alquilado un local y, como en nuestro stand también exponemos sus productos, nos ha invitado. Todos estaremos allí.

—¿TecnicalSoft? ¿Aún vendéis esa mierda de software? Lo que deberíais hacer es potenciar más nuestras soluciones, hombre, y no perder el tiempo con productos de segunda clase.

—Bueno tío, no eres el único que tiene amigos. El jefe de compras les tiene un aprecio especial y no le he podido decir que no.

—Oye, Mariano, yo no puedo ir a esa fiesta. TecnicalSoft no ha conseguido llevarse ni una de las ventas que nos hemos disputado. Todos los contratos importantes del último año me los he quedado yo. Esa gente me odia, soy su peor pesadilla, ¿es que no lo ves? Y, además, a ese tal Luis no lo conozco de nada. ¿Tú te crees que le hará mucha gracia que vaya?

—Claro que sí, hombre. Ya se lo diré yo, no habrá ningún problema, es un tipo muy simpático, ya verás. Además, aquí todo el mundo está de muy buen rollo. Toma nota de la dirección y vienes directamente, no creo que llegues antes de la fiesta.

Eran más de las tres. Cogí el portátil, la bolsa de viaje donde había metido ropa para el día siguiente y fui hacia el aeropuerto en taxi y con la sensación de que me estaba dejando algo. La terminal del puente aéreo, efectivamente, era un caos. Había retraso en todos las vuelos, no se sabía cuándo saldría el siguiente y, por delante de mí, había gente para llenar unos cuantos.

Saqué el móvil para llamar a Mariano y vi que me había quedado sin batería. Entonces recordé qué me había olvidado: el cargador. Tuve que poner en marcha el portátil para buscar su teléfono. Fui a un teléfono público y le llamé para explicarle la situación.

—Ya te lo había dicho, mira que eres burro. Te espero en la fiesta. A ver si tienes suerte y no llegas demasiado tarde.

Fui a comprar un cargador para el teléfono. No lo encontré. En el quiosco compré el PC World. Salía yo, por eso lo compré. Había un artículo sobre nuestra empresa y los productos que importábamos. Me habían hecho una entrevista y salían un par de fotos mías en la oficina. En el despacho tenía diez ejemplares, pero no había cogido ninguno y me hacía gracia llevarme en la cartera. Además, en la feria lo quería tener a mano. Me senté en un lugar vacío que encontré casualmente en una de las hileras de butacas y empecé a contemplarme. Después seguí con otras lecturas, pero al cabo de dos horas ya estaba más que harto de estar allí sentado.

Fui al bar a tomar un café, o lo que fuera, para matar un poco el rato, y me encontré a un tipo que conocía. Era de mi ramo y también se dirigía a Madrid para la feria. Estaba tomando un gin-tonic. Decidí acompañarlo. Charlamos del negocio, de la huelga y del gobierno hasta que salió su vuelo. Me quedé en el bar y seguí bebiendo gin-tonics. Cuando anunciaron mi vuelo, ya me había tomado tres.

En el avión pedí otro y mientras bebía recordé que iba a una fiesta de cumpleaños. Palpé con discreción bajo el asiento e identifiqué el bulto del chaleco salvavidas. Pensé que sería un regalo original. Me sorprendió que se desprendiera con tanta facilidad. Era un paquete amarillo, bastante chulo, que estaba hecho con el mismo chaleco enrollado. Lo metí en mi bolsa ante la mirada atónita de la mujer que se sentaba a mi lado. Le sonreí buscando una complicidad absurda que obviamente no obtuve. Pero no dijo nada, supongo que para no meterse en un lío.

No tuve ningún problema para salir de la terminal y cogí un taxi que me dejó en una calle solitaria frente a un portal con un panel de timbres de interfono. Comprobé la dirección y pulsé el botón donde ponía local derecha, que era lo que tenía anotado en el papel. Al cabo de un momento, sin que nadie me preguntara nada desde el otro lado, se abrió la puerta.

El local estaba a reventar, la música sonaba a toda castaña y todo el mundo parecía muy contento. La gente que vi era de mi edad, o incluso más joven. Jóvenes triunfadores con estudios de empresariales, de marketing y ese tipo de cosas. Todos los tíos con traje y corbata y todos bastante bebidos. Así que no desentoné demasiado; era como si hubiera estado en la fiesta desde el principio.

Dejé la bolsa y el portátil en una especie de guardarropía que habían improvisado detrás de una mesa. Cogí el chaleco salvavidas y me fui a buscar a Mariano.

—Hombre, ya estás aquí —me dijo cuando lo encontré—. No está mal, casi nueve horas para venir de Barcelona, hubieras tardado menos en coche.

Y se me quedó mirando fijamente.

—¿Vienes de otra fiesta, o qué? —me preguntó.

—¿Por qué lo dices?

—Porque parece que hayas bebido.

—Me he tomado un gin-tonic en el avión.

—¿Solo uno?

—Y otro en el aeropuerto.

—Podríamos ir saliendo, si te parece. Mañana a las nueve tengo que estar en la feria.

—Déjame tomar una copa antes, hombre, que acabo de llegar. Además, he traído un regalo para el tal Luis. ¿Dónde está? —y miré a mi alrededor, como si la tuviera que reconocer, mientras movía el paquete delante de mí.

—Es aquél de allí. El rubito del traje azul marino. ¿No lo conocías?

Lo vi.

—No, seguro que no.

—Él sí sabe quién eres, y ya le he dicho que vendrías.

Así que, cuando nos acercamos a él, tras recoger otro gin-tonic en la barra, lo hice sonriendo, igual que si nos uniera una amistad ancestral. Abrí los brazos como si fuera a abrazarlo, acción difícil porque llevaba el vaso en una mano y el chaleco a la otra y, echando un poco el cuerpo hacia atrás, le dije «felicidades, niño».

—¡Míralo, el hombre del mes! —dijo siguiéndome el rollo como si me conociera de toda la vida, abriendo también los brazos, quizás incluso demasiado—. Ya te he visto en el PC Word. Sales con ventaja, ¿eh, cabronazo? —y me dio unos golpes cariñosos en la barriga— ¿Cómo lo has hecho para colarte en la revista de mayor tirada precisamente durante la feria?

—Te he traído un regalo —fue mi respuesta, y le alargué el paquete amarillo.

—¿Qué es?

—El chaleco salvavidas del avión.

—¿Acaso crees que me estoy ahogando, o qué?

Los que estaba a nuestro alrededor, pendientes de nosotros, rieron el chiste.

-¿Lo has robado? —dijo Mariano, incómodo.

—No, qué va, los venden en el estanco del aeropuerto.

Luis deshizo el paquete que formaba el chaleco. Desplegado perdía bastante encanto, no estaba a la altura de la imagen que sugería enrollado. Se lo colgó del cuello y se fue a enseñar el regalo por el local.

Junto al lugar que había ocupado había una chica rubita y delgada, una preciosidad que me miraba sonriente y curiosa.

—Hola, soy Pedro Martí, de BCN SoftSystems le dije. Y le di dos besos.

Sí, ya sé quién eres —dijo apartándose un poco de mí—. Has venido por la feria, ¿verdad?

—Sí, mañana tengo que presentar la última versión de nuestro paquete.

Di un paso hacia atrás y medio tropecé conmigo mismo. Pensé que era el típico movimiento de borracho y confié en que no se hubiera notado demasiado.

La chica se me quedó mirando.

—Bueno, ya nos veremos —dijo, al cabo de un momento.

Se dio la vuelta y se fue.

—¿Quién es ese bombón? —le pregunté a Mariano.

—Una de marketing de TecnicalSoft. Está buena, ¿verdad? Deja el vaso y nos vamos, va, que ya vas bastante pedo.

—¿Tú crees?

—Por poco te caes, después de darle los besos.

Vi que la chica iba hacia donde estaba Luis.

—Deja que me acabe la copa, por lo menos, ¿vale?

—Voy a buscar la chaqueta, espabila.

La chica y Luis charlaban. Luis me miró un par de veces. Finalmente me miraron los dos y me sonrieron. Me pareció que Luis se despedía de mí con la mano. Después, levantó el pulgar hacia el techo, como diciendo que todo iba de puta madre, o que gracias por el regalo, tal vez, y salió de mi campo de visión. La chica empezó a caminar hacia dónde estaba yo, otra chica la detuvo por el camino para decirle algo, me miraron, rieron y, finalmente, siguió caminando hasta que llegó a mi lado.

—Me llamo Maica. ¿Qué estás tomando?

—Gin-tonic.

—¿Quieres otro?

Miré mi vaso. Aún quedaba un cuarto de la bebida. Vi a Mariano, con la chaqueta en el brazo, que se había detenido a despedirse de alguien; me daba la espalda. Me bebí de un trago lo que me quedaba en el vaso y lo dejé sobre una mesa.

—Sí, gracias.

Y fuimos hacia la barra sin que Mariano nos viera.

Ya con las bebidas en la mano, Maica me preguntó si quería bailar. Yo no había visto bailar a nadie, pero le dije que sí. Me llevó a otra sala en la que había una pista de baile. Había perdido de vista a Mariano.

Dio un sorbo de su copa y la dejó en una especie de estantería que parecía hecha expresamente para aquello. Me cogió de la mano y aseguré el gin-tonic, que llevaba en la otra, poniendo el dedo meñique bajo el culo del vaso mientras me dejaba arrastrar hacia el medio de la pista.

La chica se movía que daba gusto. Se ponía delante de mí, muy cerca, y haciendo volar su melena rubia a ambos lados, dejando caer la cabeza al ritmo de la música, me tiraba de la corbata, se me colgaba del cuello… Aquello estaba hecho, lo sabía por experiencia. Había sido llegar y besar el santo.

Estuve bailando con el gin-tonic en la mano, dando tragos de vez en cuando hasta que me lo terminé.

—Vamos a buscar otra copa —me dijo Maica.

—Pero si no te has terminado la tuya.

—Estará caliente, y tengo mucha sed.

Y en el momento en que salíamos de la pista me encontré a Mariano de cara.

—Joder, Pedro. ¿Se puede saber que coño estás haciendo? Llevo una hora buscándote, tío. Venga, marchémonos.

Miré a Maica, le hice una señal para que esperara un momento y empujé a Mariano hacia un rincón.

—Tío, no me hagas esto. La tengo en el bote —mientras se lo decía me di cuenta de que tantos gin-tonics sin haber cenado me empezaban a pasar factura.

—No digas tonterías, es la novia de Luis, joder.

—¿Qué? No puede ser, hombre.

—Me acabo de enterar. Sólo falta que le robes la novia. Va tío, por una vez lo podrías dejar pasar. ¿no? Tampoco te pasará nada si un día no ligas

—¿Viven juntos?

—¿Qué?

—Que si Maica y Luis viven juntos.

—Y yo qué sé.

—Dame un minuto.

Y volví hacia la chica, que se había detenido junto a la pista, donde nos habíamos separado. Antes de que le pudiera decir nada, se me colgó del cuello y me dijo «no te irás ahora, ¿verdad?», con una mirada y una voz que no necesitaban ninguna explicación.

—¿Hasta qué hora dura esto? —le pregunté.

—Hasta las tres, creo, pero después podemos ir a una discoteca, o adónde quieras.

—Hostia, es que había quedado con Mariano que iría a dormir a su casa.

—¿Qué obligación tienes?

—Mujer, obligación, ninguna. Pero he quedado así con él.

—¿Y qué pasa si no vas?

—Pasar, no pasa nada, pero en algún sitio tengo que dormir.

Me agarró de la corbata, la sacudió un poco y me dijo:

—Ya lo solucionaremos, ¿no te parece? Vayamos a buscar esa copa y volvamos a bailar.

—Tío, ven conmigo —me dijo Mariano cuando le dije que me quedaba—. Me parece que ya has bebido bastante y mañana a las diez tienes la demo. La hemos anunciado y tienes la sala de conferencias para ti solo. No la podemos cagar.

—¿Por qué la íbamos a cagar? A las nueve estaré allí, no te preocupes.

—Son más de las dos.

—Te digo que no te preocupes.

—¿No puedes tener la polla quieta, tú, o qué?

Le respondí con una sonrisa

—No hagas ninguna tontería, ¿vale?

Y se fue.

Me disponía a ir hacia la barra cuando Maica apareció a mi lado, como por arte de magia, con dos vasos en la mano. Me ofreció uno, lo cogí y di un trago. Aquello no era Tanqueray, ni Beefeater, ni Gordon’s.

—¿Qué ginebra te han puesto?

—No lo sé, yo sólo he pedido un gin-tonic.

Volvimos a la pista, Maica cada vez se mostraba más sensual y provocadora. Estaba entusiasmado ante una perspectiva que ya veía perfectamente definida.

Estuvimos restregándonos los cuerpos mientras bailábamos hasta que nos echaron del local. Pero no nos habíamos dado ni un beso. Morrearse en medio de la fiesta tal vez no era lo que tocaba. Yo ya iba muy caliente. A Luis, no lo había vuelto a ver. Fuera del local la gente se fue despidiendo y me quedé allí con Maica y dos tipos a los que no me sonaba haber visto antes. Me los presentó. Uno se llamaba Álvaro, el otro no me acuerdo. También trabajaban en TecnicalSoft. Enseguida vi que no tenían ninguna intención de dejarnos solos. Subimos a un coche. Maica se sentó delante. Un poco contrariado, me situé detrás de ella con mi bolsa y el portátil en los pies y el otro tío a mi lado. Álvaro, que era quien conducía, propuso ir a tomar una copa en su casa. Yo no tenía ningún interés en ir, por supuesto. Pasé los brazos por encima de asiento que tenía delante y rodeé el cuerpo de Maica a la altura de sus hombros. Respondió poniendo sus manos sobre las mías. Con la cabeza entre el reposacabezas y la carrocería le pregunté si no podíamos ir directamente a su casa.

—No, imposible —respondió—, vivo con mis padres. A mi casa no podemos ir.

¡Con sus padres!

¿Y qué había pensado hacer?, ¿ir a un hotel? No creía que su plan fuera llevarme a dormir a casa de uno de esos dos.

—¿Por qué no vamos a alguna discoteca? —propuse, para tratar de ganar tiempo y poder pensar la estrategia.

Álvaro y el otro pusieron muchas objeciones. Pero yo insistí mucho, no pensaba ir a casa de aquel tío, de ninguna manera. Como no nos poníamos de acuerdo les dije que Maica y yo íbamos a la discoteca. Al final fuimos los cuatro. Pensé que allí la cogería por banda, le propondría ir a un hotel y me escabulliría de aquel par. Después de la discusión, en el coche, nos quedamos en silencio. Entonces me entró mucho sueño, incluso di un par de cabezadas.

En la discoteca, me detuve en el guardarropa a dejar la bolsa, el portátil y, esta vez, también la chaqueta. Maica me dijo que me esperaba en la barra. Cuando llegué me colocó otro gin-tonic en la mano. Di un trago. Parecía aguado, pero ya no volví a preguntar. Estuvimos bebiendo y charlando un rato y luego fuimos a la pista. Álvaro y el otro, que no nos habían dicho nada en todo el rato, se quedaron en la barra. Bailamos. En uno de sus acercamientos le di un beso en el cuello e, inmediatamente, busqué su boca. Se apartó de mí, me miró de cerca, sonrió, me dio un beso corto en los labios y me dijo que tenía que ir al baño.

—No te vayas, ¿eh? —añadió cogiéndome de la corbata.

Una parte de la pista era una especie de escenario, estaba levantado un par de escalones por encima del resto. Me senté y me di cuenta de que me había pasado mucho con la bebida. Di un trago. Me pasé la mano por la cara y tuve una sensación como si no fuera la mía.

Cuando abrí los ojos lo veía todo de lado. Una mujer barría. Estaba a unos tres metros de mí y no prestaba atención a su trabajo; me estaba mirando sin ninguna confianza. A mi alrededor, todo daba vueltas. Me encontraba fatal. Tardé unos instantes en recordar dónde estaba. Conseguí separar la mejilla del suelo y me incorporé para quedarme sentado. En el local solamente estaba la mujer de la escoba. No dejaba de mirarme. La última vez que había tenido los ojos abiertos aquel lugar estaba lleno. Me imaginé a la gente bailando a mi alrededor y, después, la pista vaciándose mientras yo dormía allí en medio. Porque no estaba en un rincón, precisamente. Me sentí tan avergonzado que no me atreví a volver a mirar a la mujer. ¡Maica y aquellos dos cabrones me habían dejado tirado! Igual aquellos tíos se la habían llevada. Seguro. Debían ser amigos de Luis y por eso no la habían dejado sola en ningún momento. Para protegerla de mí. Y habían aprovechado que me había dormido para llevársela.

Miré el reloj, las cinco y media. Me levanté y me vinieron unas arcadas incontrolables. Busqué a mi alrededor la puerta del lavabo. No supe identificarla en ninguna de las que tenía a la vista. Di cuatro pasos rápidos hacia la salida, me apoyé en un pilar que había de camino y vomité.

—Joder —oí que decía la mujer.

Me dirigí al guardarropa, tambaleándome y muy mareado, mientras oía a la mujer diciendo joder, joder, joder. Vi mis cosas allí solas, las cogí y fui hacia la calle. Afuera, junto a la salida, apoyados en la pared, vi a dos tipos cachas, rapados, con botas militares y pinta de gorilas neonazis. Miraban hacia la calle y parecía que esperaran a alguien. Me detuve un momento. No se habían dado cuenta de que estaba allí. Salí deprisa y sin mirarlos, como si así no me tuvieran que ver, pero una mano con una fuerza inexplicable me atrapó del brazo y de un tirón me dejó de cara a su propietario. Con la sacudida me vino otra arcada y el tío, con una intuición y una velocidad increíbles, me empujó lejos de él. Caí al suelo, de espaldas. La bolsa salió disparada, pero el subconsciente debió hacer que agarrara el portátil, porque quedó sobre mi barriga. Me puse de lado y terminé de vaciar mi estómago.

—Qué asco, por poco me vomita encima este hijo de puta —oí que decía mi agresor mientras se acercaba a mí.

—Déjalo, es un desgraciado —dijo el otro.

—Pues viste como un gilipollas. ¿Y qué les decimos a los polis?

—Que se ha ido.

Conseguí ponerme a cuatro patas.

—Venga, lárgate yupi de mierda —y recibí una patada en la cadera que me hizo caer de lado otro vez—. Espabila o te caliento de verdad, maricona.

Me levanté tan rápido como pude, recogí la bolsa, que estaba a un par de metros en la dirección en la que huía, y giré en la primera esquina para que no me vieran más. Me apoyé de espaldas en la fachada, jadeando. El corazón me iba a mil por hora y me encontraba fatal. Al cabo de unos minutos, más tranquilo, empecé a caminar sin saber dónde estaba ni hacia dónde iba. Tuve suerte de encontrar un taxi. Le pedí al taxista que me llevara a un hotel.

—¿A cuál?

—Me da igual —le dije—. A uno que esté bien comunicado con la feria.

El taxista me despertó cuando llegamos.

El hombre que había en recepción me miró con mala cara y me hizo pagar la habitación por adelantado. Miré el reloj, las seis y veinticinco. Pedí que me avisaran a las nueve menos cuarto. No tenía la sensación de haber cerrado los ojos y ya sonaba el teléfono para despertarme. Cerré los ojos un momento y cuando los volví a abrir eran las once menos veinte. Estaba vestido sobre la cama sin deshacer. Me levanté de un salto y por poco me caigo al suelo del dolor que sentí en la cadera. Me apoyé en la pared y puse el pie en el suelo con cuidado. No podía caminar bien.

Saqué el portátil de la bolsa y lo encendí. Funcionaba. Entré en el baño. Me vi en el espejo y me asusté. Estaba pálido como un cadáver, tenía unas ojeras espectaculares, los ojos rojos y muy brillantes, y un arañazo en el pómulo derecho del cual desconocía el origen. Por precaución, inspeccioné el resto de mi cara, pero no encontré ninguna otra herida. Me desnudé y descubrí que en la cadera tenía un morado considerable. La ducha de agua fría me espabiló un poco. Me vestí, busqué el número de Mariano en la agenda del ordenador y lo llamé desde el teléfono de la habitación. No me contestó. Busqué el número de su empresa y llamé para pedir el teléfono del stand. Me lo dieron. Comunicaba todo el rato. Me cepillé los dientes, me vestí, metí la ropa sucia dentro de la bolsa y volví a llamar al stand. Seguían comunicando. Bajé al vestíbulo cojeando. En recepción me hicieron pagar la llamada. En el comedor pasé del buffet, pero me bebí una jarra entera de zumo de naranja. Una camarera me pidió el número de mi habitación y le tuve que decir que no lo sabía.

Al salir del hotel no reconocí el lugar donde estaba. No debía de estar lejos de la feria pero no podía pensar con claridad. Delante de mí había una hilera de taxis, subí al primero y nos metimos directamente en un atasco.

Cuando llegué al stand, Mariano estaba histérico.

—Muy bien, Pedro, muy bien. Olvídate de que nunca más te haga el favor de invitarte a ninguna otra feria para presentar tus programas. No veas qué ridículo. Son las once y cuarto, chaval. Hace un cuarto de hora que has terminado tu presentación.

No parecía que mi aspecto le afectara demasiado.

—¿Mi presentación?

—Has desperdiciado la hora que habíamos reservado dentro de nuestro programa en el salón del pabellón.

—¿Y no hay otra hora libre en todo el día?

—No, no hay ninguna. ¿Sabes cuánto cuesta cada jornada de alquiler de la sala?

—¿Había mucha gente?

—Sí, tío, sí, había mucha gente. Entre tu aparición en el PC Word y la propaganda que hemos hecho aprovechando este empuje, había mucha expectativa. La sala estaba llena, debía haber más de cien personas.

—Joder. ¿Y como lo has solucionado?

—Pues Mira, suerte de Luis, que estaba por aquí y nos ha salvado la papeleta.

—¿Luis?, ¿qué Luis?

—¿Cómo que qué Luis? Pues el de TecnicalSoft, el de la fiesta de ayer.

—¿Me estás diciendo que mi competencia ha utilizado mi hora de presentación para explicar sus productos?

—¿No me has oído? La sala estaba llena. Yo no me puedo permitir hacer el ridículo de esta manera. Y, además, la hora no era tuya, te la dejábamos nosotros.

—¿Cuando tienen la presentación, los de TecnicalSoft?

—A las cuatro.

—¿Crees que podrías hablar con ellos para que me dejen hacer mi presentación? En definitiva el mercado es el mismo, quiero decir que la gente que viene a ver nuestros productos, también viene a ver a los suyos. Si ellos ya han hecho su presentación …

—A mí no me líes, háblalo con Luis. Si te atreves, claro, porque me han dicho que ayer saliste de la fiesta con Maica, y si apareces a esta hora y en este estado ya me puedo imaginar cómo has pasado la noche.

—No como crees. ¿Donde está Luis?

—No se puede decir que te falte valor, tío. O tienes mucha más jeta de lo que me pensaba. Se ha ido a desayunar, me parece.

Fui a la cafetería del pabellón y a quien vi primero fue a Maica. Estaba de cara a la entrada, en una mesa al fondo del local. No me vio. Luis estaba sentado delante de ella. Encontrarla allí me cogió por sorpresa. Dudé un momento, pero avancé hacia ellos. Charlaban y no vieron como me acercaba.

-… La cuestión es que nos ha salido bien. Mucho mejor que encerrado en casa de Álvaro …

En aquel momento Maica levantó la cabeza y nuestras miradas se encontraron. La sacudió una especie de espasmo, que le hizo temblar todo el cuerpo, y se me quedó mirando aterrada. Luis, al darse cuenta de que pasaba algo se dio la vuelta. Pasó el brazo por encima del respaldo de la silla. Estábamos tan cerca que tuvo que levantar la cabeza para mirarme la cara.

—Chaval, ¿Qué te ha pasado? —se le veía muy contento— ¿Has visto la pinta que tienes? Pareces un cadáver, o un zombi. Estás gris, compañero. ¿Has pasado mala noche, o qué?

©Albert Gassull 2014

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