De buena mesa

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Setembre

La madre de Jaime cocinaba muy bien. Y lo hacía con el corazón. Quizás por eso su padre estaba tan enamorado de ella. Jaime, en su infancia, pensaba que todos los padres amaban a las madres de aquella manera. También que todas las madres cocinaban como la suya.

Aunque ella los deleitaba con platos de sabores magníficos y sorprendentes, el padre de Jaime también estaba atento a las propuestas culinarias de los profesionales. Así pues, todos los domingos —para compensarla, decía, pero seguramente también porque no podía evitarlo— los invitaba a comer a algún restaurante.

*

Jaime conoció a Cristina y enseguida se enamoraron. La llevó a cenar a su casa, para presentarla a sus padres, pero no le pareció que apreciara la comida que había preparado su madre; ni aquella ni las siguientes veces. Los domingos nunca los acompañaba al restaurante, y siempre que Jaime le proponía comer o cenar fuera se mostraba desinteresada, sugería alternativas o utilizaba argumentos disuasorios. Si él insistía, acababa accediendo; pero en la mesa cogía la carta con las puntas de los dedos y la consultaba con la prisa con que se visita a los enfermos contagiosos. Aunque siempre pagaba él, pedía los platos más baratos y los ingería con displicencia maquinal.

Cuando la madre de Jaime tuvo ocasión, hizo algunas preguntas a aquella chica. Eran preguntas precisas. Después, con prudencia, alertó a su hijo. Jaime se molestó; nada de aquello tenía importancia, ya lo resolvería. Al poco, se casaron. Fue una boda a primera hora de la mañana y sin invitados. Nadie lo entendió.

Cristina no sabía cocinar, efectivamente. Tampoco tenía ningún interés en aprender. Jaime se hizo cargo de la cocina y con una terquedad irracional y un exceso de confianza en la capacidad seductora de los sabores, empezó a preparar platos exquisitos para intentar acercar a su mujer a los placeres del paladar. En el mejor de los casos, Cristina se mostraba indiferente. También lo volvió a intentar con los restaurantes. La primera vez no encontró demasiada resistencia, pero cuando ya tenían la carta en las manos vio como a Cristina se le desencaja la cara y empezaba a tener dificultades para respirar. Tuvieron que marcharse. Lo intentaron un par de veces más, pero los resultados fueron idénticos. No era un asunto cultural, como había creído al principio, o quizás sí, ya no lo sabía, porque lo que alteraba a Cristina de aquella manera, al final lo averiguó, era tener que pagar por algo que no deseaba. Se dio por vencido y se resignó a que la alimentación, en su vida en común, se convirtieran en un asunto puramente funcional. Cristina se lo agradeció en silencio y creyó que habían alcanzado un equilibrio que los haría felices en su matrimonio.

*

Sonia trabajaba en la misma empresa que Jaime. Tenía dos años más que él y hacía poco más de uno que se había quedado viuda. Era bastante atractiva y no tenía hijos.

A menudo desayunaban juntos. A veces solos, otras con compañeros de la oficina. Al mediodía, si Jaime no iba al gimnasio, tomaba un menú con algunos de la empresa en algún restaurante cercano. Sonia también iba.

En una ocasión en la que se quedaron los dos solos, se enzarzaron a hablar de comidas. Jaime le habló de los platos que preparaba su madre y Sonia le dijo que la cocina era su pasión. Mientras tomaban el café, con tristeza, le explicó que desde que era viuda, no tenía para quién cocinar.

—Cuando Pedro vivía —dijo— cada martes planificaba una cena especial para sorprenderle. Me pasaba la tarde cocinando e incluso decoraba la mesa y me vestía acorde con los platos que le había preparado.

Y sonrió con nostalgia, mientras miraba por la ventana, tan lejos como la ciudad le permitía, mietras sostenía la taza con dos dedos.

—Él me llevaba a cenar los jueves —añadió, y volvió a mirarlo—, cada semana a un restaurante distinto.

Se terminó el café y, sin decir nada más, se levantó y fue a pagar a la barra.

La confidencia de Sonia no le había dejado indiferente. Estuvo pensando en aquel momento durante días, pero tardó más de dos semanas en tener la oportunidad de volver a estar a solas con ella. Entonces, volvió a sacar el tema de las comidas y, en los postres, le preguntó si querría cocinar para él.

—¿Te gustaría?

—Claro.

Sonia dejó que su mirada se perdiera por la calle, como la otra vez. Cerró los ojos un momento, se levantó y, sin volverlo a mirar, se fue.

Los días siguientes, Jaime, mientras dejaba que terminara de bajar el poso de una sensación que no tenía nada clara, trató de evitarla. Al cabo de una semana recibió un mensaje de ella en el móvil: Perdóname. Puedes venir a cenare el martes, si quieres. Pero el jueves me invitas tú.

*

Cuando Cristina, por casualidad, descubrió que aquella repentina afición de Jaime por los bolos (todos los martes por la noche) era ficticia, sospechó que aquellos amigos con los que cenaba cada jueves eran inexistentes. Enseguida pensó que tenía una amante. Contrató a un detective y al cabo de una semana tenía el informe detallado de todas sus actividades: El martes había cenado en casa de una tal Sonia Riudellots Casillas (abogada, viuda, 32 años, sin hijos) y el jueves la había llevado a cenar a un restaurante de Sant Pol de Mar.

El martes siguiente, a las ocho y media, Cristina estaba en una esquina desde la que controlaba el portal de casa de Sonia. Al cabo de unos minutos lo vio llegar; venía del otro lado de la calle. El corazón empezó a latirle con fuerza y tuvo la esperanza absurda de que fuera una casualidad. Pero cuando vio que se detenía ante la puerta y apretaba un botón del interfono, creyó que el corazón dejaba de latirle y se comprimía a una velocidad fulminante hasta desaparecer. No pudo aguantarse las lágrimas. Volvió a casa y lo esperó despierta. Cuando Jaime entró en la sala, hizo ver que leía. Cerró el libro sobre el regazo y le preguntó, sonriendo, como le había ido la noche.

—Muy bien, he ganado —respondió él.

Respiró hondo, tragó saliva, volvió a abrir el libro y ocultó la cara detrás para que no la delatara el llanto.

El siguiente martes, pasadas las nueve de la noche, Cristina estaba en la puerta del edificio en el que vivía Sonia. Esperó junto a la puerta hasta que pudo entrar aprovechando la salida de un vecino. Subió al tercer piso y llamó al timbre de la puerta segunda. Le abrió una mujer joven, alta y atractiva, vestida completamente de japonesa tradicional: kimono, calzado, peinado decorado con palillos, cintas y flores, la cara maquillada de blanco y los labios de rojo brillante. Cristina dio un paso atrás para comprobar el número del piso y el de la puerta. Volvió a mirar la mujer.

—¿Sonia?

—Sí.

—Soy Cristina. ¿Puedo entrar?

Sonia se apartó para dejarla pasar y la siguió hacia el interior de la vivienda.

En el comedor, que daba directamente al recibidor, había una mesa con un mantel estampado con motivos orientales. Un pequeño ikebana ocupaba el centro y el resto lo llenaban diferentes bandejas y cuencos con comida. Fue capaz de distinguir sushi, unos cortes de pescado crudo, fideos y unas verduras rebozadas que sabía que tenían un nombre concreto. Las demás cosas no sabía qué eran. Jaime estaba sentado en un extremo de la mesa, de cara a ella. Se quedó mirándola con la boca abierta y cara de idiota. En la mano derecha sostenía unos palitos que le colgaban como si se hubieran marchitado.

—No es lo que piensas —fue lo único que se le ocurrió decir.

—Qué frase tan poco original, Jaime. ¿Pretendes que me crea que todo este montaje es sólo para cenar?

—Pues sí, chica —dijo Sonia desde detrás suyo. Y de golpe se le rompió la voz—; por desgracia es sólo para cenar.

Cristina se volvió para mirarla. Dos lágrimas inmensas se abrían paso a través del maquillaje, despacio, formando dos surcos perfectos.

@Albert Gassull 2014

Un comentario

  1. Gracies Albert!
    Com sempre m’he quedat molt a gust despres de cruspirme el relat.

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