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Mientras se pone el casco, sacas el candado de la moto.
—Y eso se lo debes de haber dicho delante de sus amigas, ¿verdad? —le preguntas.
La respuesta es un grito:
—¡No se lo he dicho delante de nadie!
Sorprendido por la reacción que has provocado, levantas la cabeza para mirarla.
—A la fiesta vas tú sola.
Dejas las llaves y el candado sobre el asiento, y te marchas calle arriba andando con determinación y con el casco en la mano.
Siempre igual.
Te arrepientes antes de haber recorrido cien metros. Te detienes, respiras hondo un par de veces, miras al cielo, das media vuelta y vuelves hacia la moto. Pero ya no están allí, ni la moto ni tu mujer. Esto te desconcierta. Antes de asimilar su ausencia miras inquieto a tu alrededor, como si tuvieras que descubrirla espiándote, escondida en algún rincón.
Te consuelas pensando que la fiesta tampoco cae lejos y empiezas a caminar mientras sus gritos todavía resuenan en la cabeza. Quizás tu comentario no ha sido muy afortunado, es verdad, pero no es ahí donde está el problema.
Al cabo de cinco minutos ya estás harto del casco, no dejas de golpearte los muslos con él. Te lo vas cambiando de mano, para ir repartiendo el castigo, hasta que decides ponértelo. En seguida te acostumbras a llevarlo, pero echas de menos la velocidad que asocias a esta presión claustrofóbica y te pones a correr.
Te animas y empiezas a hacer zigzag entre los peatones. Te sorprende tu agilidad, vas cogiendo confianza y hasta te parece que experimentas algún tipo de mutación interior. Saltas por encima de una moto, te agarras a una farola para hacer un giro de noventa grados con el cuerpo paralelo al suelo, y tomas la fatal decisión de cruzar una calle sobrevolando el capó de un coche aparcado.
Pensase lo que pensase el conductor de la furgoneta que te arrolla, a buen seguro se lo fulmina el impacto de tu cuerpo contra su parabrisas. Clava los frenos y caes tendido en el suelo. No te aplasta. Inmóvil y con los ojos cerrados intentas recuperar aquel equilibrio mágico y efímero que por un momento te había alejado de la realidad familiar. El hombre, que ha saltado del vehículo y se ha acercado a ti corriendo, te coge por las solapas de la chaqueta y te levanta un poco. Procuras no perder la concentración pero empieza a zarandearte.
—Eh, tío, tío, ¿estás bien?
Tu cabeza se mueve como la de un muñeco con el cuello roto. Tensas los músculos para detener esa oscilación descontrolada, abres los ojos y lo miras.
—Me cago en la leche —dice, sorprendido, con un vaharada alcohólica que empaña la pantalla del casco.
Y te suelta de golpe, como si quemases, empujándote contra el suelo. El casco produce un ruido seco cuando rebota contra el asfalto y el impacto reverbera hasta el centro de tu cerebro.
—Pero ¿qué hace? —le dice una mujer que acaba de acercarse.
El hombre se levanta y la mira.
—Mierda de motoristas.
La mujer aparta la cara con una mueca de asco. El transportista se aleja y ella se agacha, te pregunta si estás bien y sin darte tiempo a responder se vuelve a poner de pie, saca el móvil y marca un número.
Levantas el brazo para reclamar su atención, pero se ha vuelto de espaldas.
Enseguida llega una pareja de la policía municipal. Uno de los agentes pregunta quién ha llamado y si alguien ha visto el accidente. La señora dice que ha sido ella quién ha llamado, nadie ha visto el accidente, ella tampoco, pero el de la furgoneta ha bebido. El de la furgoneta, por su parte, no para de dar patadas al suelo, y también a la rueda delantera derecha de su vehículo, mientras reniega, cagándose en los motoristas.
Uno de los agentes se acerca a ti mientras el otro va hacia el conductor con un alcoholímetro.
—Yo no he hecho nada, se me ha echado encima —oyes que dice el transportista.
—Usted sople, luego ya veremos —dice el policía.
—Cero coma ocho —añade al cabo de un momento—. Tiene un problema, caballero. No se mueva de aquí.
El otro agente está de pie a tu lado y mira a su alrededor desconcertado.
—¿Qué pasa? —le pegunta su compañero.
—No veo la moto por ninguna parte.
De nuevo levantas el brazo, pero nadie te mira. El del alcoholímetro examina el entorno con esmero.
—¿Dónde han puesto la moto? —le pregunta al de la furgoneta.
—No lo sé, yo no la he tocado.
El otro agente se agacha a tu lado.
—No encontramos su moto —te dice.
—Se la ha llevado mi mujer.
—¿Y se ha marchado sin usted?
—Sí, hemos discutido y se ha ido sola a la fiesta.
—¿Cómo?
—Es por la niña, ¿sabe?, siempre discutimos por culpa de la niña.
©Albert Gassull 2013