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Dos metros y ochenta y tres centímetros, esta es mi estatura. Hasta que llegué a los diecisiete años de edad, Robert Pershing Wadlow había sido el humano más alto del que se tenían pruebas documentadas. Era de Alton, Illinois, USA; yo soy de Barcelona, del Ensanche. Robert nunca paró de crecer y murió a los veintidós dos años cuando había llegado a los dos metros y setenta y dos centímetros. Era el año 1940, o sea, hace mucho. Tenía un tumor en la glándula pituitaria que le provocaba la destrucción de las células que controlan el crecimiento de los huesos y cada día era un poco más alto que el anterior. Pero sus órganos internos no lo acompañaban y los elementos de su esqueleto no estaban preparados para aguantar los doscientos cuarenta kilos que llegó a pesar. Murió por culpa de una infección idiota que cualquier otro hubiera superado sin ninguna dificultad.
Yo, afortunadamente, no tengo ningún problema de salud. Dejé de estirarme a los dieciocho años y nadie ha sabido explicarme nunca porque crecí tanto. Me convertí en un hombre a otra escala. Los Dioses (yo creo en los dioses griegos) me colocaron en un escenario erróneo. Seguro que hay un mundo que está a la misma escala que yo, pero no es éste. Hablo de escala porque tiene que ver con las proporciones. A una misma escala, las medidas de las cosas corresponden a unas proporciones determinadas; si mezclamos cosas a diferentes escalas perdemos la noción de la proporcionalidad. Para que me entiendas mejor, en una casa de muñecas, las camas, las mesas o las sillas son proporcionales al tamaño de las muñecas porque todos los elementos están a la misma escala. En el mundo real, los objetos y los espacios deben ser proporcionales al tamaño de las personas. Pero no todas las personas somos iguales. Es cierto que algunas reciben cuidados especiales, ¿has visto los inodoros de una guardería?, pero otros, o sea yo, no.
Le Corbusier, un arquitecto suizo, inventó el Modulor. Quizá lo has visto alguna vez, es un dibujo que representa a un tipo deforme con el brazo levantado, inscrito dentro de unos rectángulos y rodeado de cifras y arcos de circunferencia. Bueno, es igual, la cuestión es que, partiendo de su altura (la del Modulor, me refiero), del cuadrado, la proporción áurea y las series de Fibonacci, Le Corbusier quería crear un sistema universal de medidas para aplicar al diseño de los espacios y al mobiliario. Hizo dos Modulor, el primero (1948) medía 175 centímetros y, el segundo, el Modulor 2 (1953), seis pies, es decir, aproximadamente 183 centímetros. Yo mido cien centímetros más que el segundo y 1.61803398874989484820… veces más que el primero. Casualmente, este número con infinitos decimales es el número φ, el número de oro, en el que se basa la sección áurea y que es el resultado de (1+√5):2. Esto sólo es una curiosidad, pero me gusta comentarlo, las matemáticas son tan caprichosas. Volviendo al Modulor y a toda aquella tropa del movimiento moderno y el International Style que a partir de 1920 revolucionó la arquitectura, tengo que decirte que aquella revolución consistió no sólo en desnudar a los edificios de todo ornamento, sino también en reducir el tamaño y la altura de sus espacios interiores. Aunque el Modulor, como sistema, no triunfó, sí que se convirtió en un referente que los arquitectos se han empeñado en utilizar, aunque de forma aproximada, en sus diseños. Antes de la llegada de estos granujas, aunque la gente era más bajita, los techos de las casas eran más altos, las puertas más grandes y los espacios más amplios. Y también más bonitos, ya que estamos. ¿Has medido alguna vez la altura del techo de tu casa? Si vives en un piso más o menos nuevo no es necesario que lo hagas, ya te lo digo yo: dos metros y medio. Yo, a los dieciséis años ya no cabía en un piso así.
Ya era alto cuando nací, sesenta centímetros de longitud, pero nadie sospechaba lo que iba a pasar después. A los cinco años ya era tan alto como mi madre y a los ocho la superaba en más de treinta centímetros. Me llevaba de la mano por la calle y parecía que fuera yo quien la llevaba a ella. En seguida empezaron a lloverme ofertas de los clubes de baloncesto. Incluso me paraban por la calle para preguntarme si jugaba en algún equipo. Los clubes se me rifaban. No cabía en mi piel de gozo, era el rey de la pista. A los diez años llegaba a la cesta infantil sin saltar. Los otros clubes se quejaron y me pasaron a la categoría superior. A los dieciséis años ya llegaba a la cesta reglamentaria. Finalmente, lo dejé, me aburría. También hubo todo aquel rollo de los circos. Querían llevarme de gira. El niño gigante, decían. Tuve la suerte de que mis padres, gente con sentido común, rechazaron las ofertas y dijeron que lo que tenía que hacer era estudiar, no ir a hacer el payaso.
Como te puedes imaginar, en casa enseguida empecé a tener problemas con el mobiliario, con las puertas y, muy rápidamente, con los techos. Tuvimos que cambiarnos de piso. Fuimos a vivir a uno de los de antes, con techos altos, de más de tres metros, con molduras en las cornisas y falsos techos decorados. Era un tercero. En el ascensor cabía de rodillas, justito pero cabía. Mis padres tuvieron que encargar mobiliario especial, cama, mesa, silla, todo, para que pudiera disponer de los elementos esenciales en proporción a mis dimensiones.
La ropa hace años que tengo que hacérmela a medida, incluso los zapatos y los calcetines. No existe un número para mi pie ni guantes de serie para mis manos. En cuanto a los condones, hay tallas XXL y, además, son muy elásticos. Lo digo porque el tamaño de mi pene es un tema por el que seguro que sientes curiosidad; como todas, no puedes evitar pensar en ello. Quieres saber si también es, como mínimo, φ veces mayor que un pene normal. Muchas me lo preguntáis directamente y algunas incluso me pedís verlo. Pero volviendo al tema del tamaño. ¿Cuánto mide un pene normal? En términos estadísticos, para tipos de mi raza, un pene estándar es un pene que, erecto, mide unos 15 centímetros de longitud y 3,8 de diámetro. Digamos que esta sería la dimensión del pene del Modulor. No es lo que se suele ver en las pelis porno pero es lo que dice la estadística. Así pues, partiendo de esta base, yo debería tener un pene de actor porno muy bien dotado, 24 centímetros de longitud y 6 de diámetro. De todos modos, proporcionalmente a mi cuerpo, esto no es gran cosa y, por otra parte, no es nada espectacular comparado con una buena polla de negro o con las doce pulgadas del miembro del Duque de Blangis. Pero todo esto sólo son cálculos, nunca desvelo este secreto de palabra y menos por escrito. La otra cosa que seguro que te intriga es como se debe poder practicar sexo conmigo. Teniendo en cuenta que la mayoría, de pie, me llegáis por debajo del ombligo, el tema no se plantea muy fácil más allá de las felaciones. Puestos en el tema oral, te diré que el 69 es impracticable, o chupa uno o chupa el otro, pero los dos a la vez es imposible. En cuanto al coito, el desequilibrio de dimensiones complica las cosas, pero con imaginación todo se soluciona. Tengo un repertorio bastante amplio aunque, al final, todo depende de los gustos de la mujer con quien esté. Lo que es imposible, sin embargo, es morrearse y follar la vez.
Se ve que lo de mi altura os da cierto morbo, no me puedo quejar de lo que ligo, pero complica las relaciones a medio y largo plazo. Todavía no he encontrado a una mujer que quiera casarse conmigo. Debería buscar a una grandota, que las hay, pero no muchas y, definitivamente, no en nuestro país. Internet me ha permitido establecer contacto con algunas extranjeras de dimensiones notables. He encontrado, entre otras, a una brasileña de 2,23 metros, a una china de 2,28 y a una sueca de 2,31. Parece una pasada pero, si volvemos a lo de las proporciones, la sueca es a mí como una tía de metro cuarenta al Modulor, es decir, casi una enana. Pero es lo que hay, oye. La sueca es bastante atractiva, chateamos a menudo y estoy tratando de convencerla de que venga a verme. Creo que su altura aún le permitirá encontrar la manera de desplazarse hasta aquí. Si no viene ella no sé si podremos conocernos, yo lo tengo francamente jodido para viajar. Los arquitectos se han exprimido el cerebro en hacer viviendas mínimas, pero son unos aprendices al lado de los ingenieros de transportes. Estos sí que son unos verdaderos malabaristas a la hora de aprovechar el espacio. Y, además, lo hacen en artefactos donde no entra el agua mientras navegan, van a trescientos por hora bajo la lluvia o vuelan en plena tormenta. La cuestión es que, si vivir en un piso moderno es imposible, viajar, en cualquier medio de transporte, casi también. En avión, en tren o en autobús (si consigo entrar) solo puedo viajar sentado en el pasillo. En los aviones no me dejan. En los trenes y en los autobuses, en trayectos cortos, a veces hasta logro llegar a mi destino. De todos modos, los autobuses se me están poniendo difíciles; comienzo a ser popular y muchas veces, cuando el conductor me ve en la parada, cosa que siempre sucede, pasa de largo para ahorrarse un problema. Son unos cabrones. Con el transporte privado también lo tengo crudo. En los coches normales no quepo, es imposible; sólo puedo ir en descapotables y ocupando todo el asiento trasero. En las furgonetas puedo acabar metiéndome si se desmontan algunos de los asientos. Las motos para mí son casi como minibikes, lo intenté pero era agotador. Finalmente me hice construir una bicicleta a escala «Modulor x φ». Gracias a la política municipal de los carriles bici me puedo mover con cierta facilidad por la ciudad. Igual que casi todos los ciclistas, me salto sistemáticamente los semáforos en rojo. Y está escrito que, en mi último día, miraré hacia el lado equivocado y solo oiré el chirrido de los frenos de la furgoneta que me pegará el batacazo. Iré a parar al suelo y no me podré levantar. Alguien con buena voluntad avisará a una ambulancia. Llegarán dos agentes de la guardia urbana y comenzarán a interrogarme como si fuera un delincuente. Después se pondrán a dirigir el tráfico. La ambulancia llegará al cabo de tres cuartos de hora, pero mis dimensiones impedirán que me metan dentro, o que me coloquen en una camilla. Me dejarán allí, sobre el asfalto, y comenzará a llover. Pensaré en el Robert Pershing Wadlow, que se murió después de torcerse un tobillo. Yo me habré roto muchas más cosas y estaré tirado en medio de la calzada, congelado y mojándome, esperando un transporte que me saque de allí. Algunas señoras se aproximarán para protegerme con sus paraguas y dirán ¿has visto que grande es?, pero servirá de muy poco. Una hora más tarde aparecerá una ambulancia de mayor tamaño y harán un invento con dos camillas para trasladarme al hospital. Allí moriré. Habremos llegado tarde porque soy muy alto, demasiado alto.
©Albert Gassull 2016