Nuria

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Fruita2La recepcionista, una mujer de una elegancia intemporal, luce un moño que le tensa el cabello hasta un extremo casi inquietante. Le doy la tarjeta y la solicitud del médico. Me las vuelve y me dice que espere a que esté disponible alguno de los empleados que ocupan las mesas de atención a los clientes.

Junto al mostrador hay una cesta con frutas y hortalizas bajo un cartel con el logotipo de la mutua y un eslogan que invita a comer sano.

Cojo una manzana y le doy un mordisco.

La mujer me mira con mala cara

—¿No son para comer? —le pregunto.

—Hombre, son parte del anuncio. Pero cómasela, ya da igual.

Le doy otro mordisco a la manzana y me fijo en la chica de la mesa número uno: Nuria. A ver si tengo suerte y me toca. El chico al que acaba de atender se levanta, pasa cerca de mí y casi le oigo decir un «SÍ» eufórico mientras cierra los puños y tensa los músculos de los brazos y de la cara. La del moño lo mira contrariada, como si le molestara semejante muestra de entusiasmo, y me asigna la mesa de Nuria.

Mientras me siento, le miro los pechos. Cuando levanto la vista, sus ojos inmensos me atrapan como si me succionaran y entiendo que se ha percatado de mi indiscreción. Una mezcla de vergüenza y excitación me acelera el pulso. Deslizo la solicitud por encima de la mesa, como si mi mano ejecutara de memoria un gesto que ya tenía previsto, y tropiezo con sus dedos. Una corriente me sube por el brazo hasta la carótida. Seguimos mirándonos con una intensidad que no se a donde nos llevará y ambos adelantamos un poco más las manos para no perder la oportunidad que nos ha brindado el azar. Sonreímos y buscamos el placer del tacto en un juego imaginativo de caricias minimalistas. Me aventuro a acercarle un pie, que enseguida es acogido por los suyos, y nos interrumpe un fuerte olor a colonia. A Nuria le cambia la cara, baja los ojos, recoge el papel con brusquedad y afloja las piernas. Por detrás de mí aparece un tipo vestido de negro, impecable, con el pelo negro engominado y peinado hacia atrás; se detiene a nuestro lado, tamborilea sobre la mesa con los dedos y mira el papel.

—Esto es una fotocopia —dice.

—Es que el médico está en Londres y me ha enviado el documento escaneado.

—Tiene que traer el original.

Coge el papel de debajo de la mano de Nuria, me lo da y se va hacia el fondo de la sala.

No sé qué hacer. Nuria tampoco reacciona. Nos miramos un momento y me levanto. Me coge de la muñeca y me dice casi en silencio que sale a las seis. Me quita la manzana, le da un mordisco y me mira como si se me estuviera comiendo mí.

En la calle, busco una papelería. Compro típex, borro la firma de la solicitud, pido que la fotocopien, firmo allí donde estaba la firma del médico y vuelvo a las oficinas de la mutua.

Esta vez cojo un plátano. La recepcionista, que está hablando por teléfono, pone cara de enojo, pero no me dice nada. Nuria está libre. Mira hacia atrás, ve que no está el de la gomina y me indica que me acerque. La del moño chasquea la lengua, como si le disgustara que nos la saltemos en el protocolo.

Mientras me siento, le vuelvo a mirar los pechos. Procuro repetirlo todo exactamente igual que antes, a ver si llegamos al punto en el que lo hemos tenido que dejar.

Pero esta vez me aprieta la mano con un gesto urgente.

—Venga, dame la tarjeta —dice, anteponiendo la responsabilidad a nuestra ansia.

Y vuelve a aparecer el olor a colonia.

El de negro tamborilea otra vez con los dedos sobre la mesa y mira el papel.

Nuria pone una mano encima, como si quisiera protegerlo.

—¿No estaba en Londres, el médico?

—Ya ha vuelto.

—¿Pretende tomarme el pelo?

—¿No podríamos hacer las cosas un poco más fáciles?

—No.

Nos miramos unos segundos en silencio.

—Hágame este favor, hombre, ¿quién se dará cuenta?

Tamborilea un poco más, utiliza un montón de recursos faciales para mostrar cuanto le contraria mi falta de colaboración, coge el papel de debajo de la mano de Nuria y me lo da. Esta es la única parte que se repite de la escena anterior.

—¿A qué está esperando? —me dice.

Es muy difícil de explicar, así que me levanto. Me choca su actitud, más propia de un funcionario rancio que del trabajador de una mutua privada. Me paro ante el anuncio de salud, me doy la vuelta y veo que todavía sigue allí, observándome. Sin dejar de mirarlo, cojo un tomate y lo lanzo un palmo hacia arriba, como si comprobara su peso, con un gesto claramente amenazador. El tipo se mantiene imperturbable y eso me desconcierta un poco. Dudo un instante, pero enseguida le doy un mordisco al tomate, con decisión. Después, ofrezco una mirada de suficiencia a todos los que tengo a la vista y me marcho.

A las seis estoy en la calle esperando a Nuria, con discreción, un poco alejado de la puerta de la mutua. Cuando sale, mira a su alrededor; me está buscando. Sonrío y me acerco, satisfecho, con esa sensación de plenitud que deben de tener los vencedores. Entonces me doy cuenta de que no soy el único, hay tres más que también van hacia ella.

Me paro en seco. Otros dos titubean, disimulan y cambian de rumbo, uno es el entusiasta aquel con quien me había cruzado en la mutua. El tercero va directo hasta Núria. Mientras hago hipótesis de qué está pasando, aparecen el de la gomina y la del moño; caminan cogidos con la elegancia sincronizada de los bailarines de tango. Forman una pareja tan perfecta que me sorprende no haberme dado cuenta antes de que, individualmente, estaban incompletos. Me miran como a un tramposo que ha perdido como se merece. La recepcionista echa un vistazo hacia Nuria y niega con la cabeza baja, como quien se lamenta de algo que no tiene remedio. Nuria también me mira, pero sólo un instante, por encima del hombro del ganador para guiñarme un ojo, antes de cogerlo del brazo y alejarse de mí.

@Albert Gassull 2013

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