«Ositos»

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 Osos_de_gominolaEn el trabajo, sobre mi mesa, tengo una caja de cartón con caramelos y otras golosinas. La oferta es variada, pero a mi jefe le gustan especialmente unas golosinas blandas que tienen forma de oso; ositos, las llama. De vez en cuando, trae una bolsa de ositos y me la da para que los meta en la caja. Nunca los mete él directamente. A mí también me gustan, y a veces también compro.

Mi mesa esta delante de la puerta de su despacho. La puerta siempre está abierta porque a mi jefe le gusta comunicarse conmigo a gritos, estirando el cuello para que lo vea, sin levantarse de la silla. Nunca lo hace por teléfono, como hacen los otros directivos con sus secretarias, y si se acerca a mi es sólo para coger algún osito, aunque suele simular que es para cualquier otra cosa.

Además de los directivos, en la empresa hay sesenta y tres trabajadores más. Todos conocen la caja de las golosinas y a muchos les gustan. Las preferidas son, sin duda, los ositos, y estaría bien que quien los consume también los suministrase, pero pocos lo hacen. Mi jefe coge ositos a menudo, es cierto, pero es en los momentos en que ni él ni yo estamos cuando desaparecen de una forma alarmante.

Hace unos días trajo una bolsa llena. Al día siguiente, cuando salía para ir a una reunión fuera de la empresa, destapó la caja para coger un par (me he fijado que siempre los coge de dos en dos) y ya no había ninguno.

—¿Como es posible? ¿No fue ayer que traje una bolsa llena?

Le dije que sí, pero que volaban.

—Tiene que ser alguien que se queda hasta tarde —añadí—, o que viene muy temprano, no lo sé, porque cuando estamos aquí nadie se atreve a abusar.

—Es alucinante. Al final, tendremos que esconderlos.

Volvió con otra bolsa de ositos, me la dio y entró en su despacho. Los metí dentro de la caja. Al cabo de un rato vino a mi mesa, destapó la caja, los miró y cogió dos.

—A ver cuánto tiempo nos duran, esta vez —dijo.

A la mañana siguiente, cuando llegué (siempre llego antes que él), ya no quedaba ninguno. No le dije nada. En general, no se acerca a la caja hasta que no ha desayunado, y eso no es nunca antes de las diez y media.

Efectivamente. No fue hasta las doce que, con la excusa de pedirme un expediente, salió de su despacho y levantó la tapa de la caja.

—¿Será Posible? —dijo.

Y volvió a colocar la tapa en su lugar.

El resto de la jornada estuvo de mal humor. Y desde aquel día no hemos vuelto a tener ositos.

Esta mañana, a primera hora, me ha llamado para decirme que se le había averiado el coche. Se oía muy mal, debía de estar dentro de un túnel, pero he conseguido entender que estaba esperando a la grúa y que avisara a la secretaria del consejero delegado porque no llegaría a la reunión de Dirección. Después, me parece que me ha dicho algo de los ositos y la caja, pero no lo sé, la verdad, porque me ha extrañado que me hablara de golosinas por teléfono.

En cualquier caso, la reunión de Dirección no ha durado ni un minuto. Se ve que apenas comenzarla el consejero delegado se ha tirado un pedo que ha hecho un ruido muy líquido y el aire se ha llenado de un intenso olor a mierda. Me lo ha explicado María, la directora de Comunicación. Me ha dicho que el pobre hombre se ha puesto lívido, que cuando se ha levantado tenía los pantalones manchados y que también ha manchado la silla. Que, instintivamente, se ha tocado con la mano, se la ha mirado y se ha marchado, sin decir nada, directamente hacia las escaleras. Dicen que ha bajado hasta el parking dejando un rastro maloliente y que ha salido pitando del edificio. Han tenido que cerrar la sala de reuniones, no se podía entrar de la peste que hacía. Un desastre.

—Y no quiero ni pensar cómo le habrá quedado el coche —me ha dicho María—, iba chorreando.

Alguien se ha encargado de que el servicio de limpieza hiciera un recorrido de urgencia para eliminar lo que ha ido quedando por la escalera y los pasillos.

Cuando ya hace un rato que, más o menos, todo ha vuelto a la normalidad, llega mi jefe. Seguro que ha subido directamente desde el aparcamiento y no sabe nada. Lo primero que hace, antes incluso de decir buenos días, es mirar dentro de la caja.

—No te habrás comido ninguno, ¿verdad? —me pregunta.

—Pero si hace días que no tenemos.

La vuelve a tapar, me guiña un ojo y se inclina hacia delante con las dos manos apoyadas en la mesa, a punto de hacerme una confidencia. Pone cara de complicidad y mira de reojo hacia ambos lados, como en una escena de una película de intriga.

—Ayer, antes de irse, la dejé llena. ¿Sabes si hay alguien de baja con problemas intestinales? —y mueve las cejas hacia arriba, un par de veces, como Groucho Marx.

 ©Albert Gassull 2014

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