Malas artes. Primer capítulo

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Llegamos a la casa a media tarde. Era el día que la estrenábamos. Enseguida anocheció. Encendí la chimenea e hicimos el amor en la alfombra que habíamos comprado expresamente para eso, para follar mientras nos calentaban las llamas. Fue un buen estreno.

Raquel se estiró como un gato, echada medio de lado, doblando una pierna sobre la otra, extendiendo los brazos y restregando su cuerpo desnudo contra el fondo blanco, confortable y peludo; preciosa con su melena negra esparcida sobre la alfombra. Ronroneó de satisfacción al llegar a su límite aparente de tensión y aflojó todo el cuerpo de golpe, como si de repente se hubieran roto unos hilos invisibles que la sujetasen de los extremos. Volvió la cabeza hacia mí y sonrió complacida.

—¿Por qué no le compramos a Isidre el resto del terreno? —me preguntó—. Podríamos hacer una piscina y una pista de pádel, o de tenis.

Era una buena pregunta.

La respuesta era muy simple: porque no podíamos.

Pero, claro, Raquel no lo sabía. Se había ido impregnando del aroma de un entorno cargado de un lujo que, en realidad, estaba fuera de nuestro alcance. Quizá, al principio, se había acercado a él con timidez, pero, como yo había ido respondiendo a todos sus caprichos, muy pronto debió de creer que formaba parte de él. Y así se fue sumergiendo en un medio en el que nadaba satisfecha mientras yo me sentía cada vez menos cómodo.

Cuando las cosas empezaron a torcerse no se lo dije. Y ahora, todo aquello, que no tenía ninguna base sobre la que sustentarse, se estaba yendo a la mierda. Y todo había empezado, y ahora terminaba, precisamente con Isidre.

—No ha empezado a construir las otras casas. ¿Por qué no le haces una oferta? —añadió.

Soy arquitecto. Isidre Rintxera era el cliente más importante que tenía y, en aquella operación en la que estaba envuelta la casa, también era mi socio. Raquel y yo, solos, no podíamos afrontar la compra del terreno, así que le propuse a Isidre montar una sociedad para adquirirlo y hacer una promoción de siete viviendas, que eran las que la normativa permitía construir. No me costó convencerlo. El trato era sencillo: nosotros nos quedábamos una casa, que era la que pagábamos, y él construía las otras seis para venderlas. Hice el proyecto y solicitamos la licencia para hacer las obras.

Dos años después, la única casa que se había construido era la nuestra. Habíamos terminado las obras a finales de noviembre y hacía un par de semanas que habían llegado los últimos muebles. Estaba totalmente terminada y equipada. El resto del terreno permanecía virgen.

Isidre era un iluminado que, deslumbrado como tantos otros por el momento de esplendor que todavía vive el mundo inmobiliario, se había lanzado a montar un imperio que tenía que llamarse Grupo Rintxera. Había durado tres años escasos. Se había pasado tanto de rosca, gastando para aparentar aquello que no era, que había conseguido hundir su negocio sin ninguna ayuda, en un momento en que a los promotores les arrancaban las viviendas de las manos.

No hacia ni quince días que había presentado concurso de acreedores de todas sus empresas con la intención de liquidarlas. Después de unos meses de no pagarnos las facturas, al final, se hundió. Nos había dejado una deuda de más de ciento cincuenta mil euros y las seis obras que estábamos dirigiendo para él quedaron suspendidas de inmediato.

La situación también afectaba a la casa y al terreno, claro. Una de sus empresas tenía el ochenta por ciento de la sociedad que habíamos montado para comprar el solar y hacer las viviendas. Esto significaba que el ochenta por ciento de nuestra casa estaba en manos de una empresa que se había ido al garete. Pero, además, Isidre nos había metido en un lío que había terminado en demanda. El juez la había admitido a trámite y teníamos todas las cuentas de la sociedad embargadas preventivamente. O sea, todo el dinero que había invertido estaba bloqueado, incluso podía perderlo.

Rodé sobre la alfombra y me apoyé en los brazos para quedarme con la boca a la altura de los pechos de Raquel. Noté la caricia de los hilos entre mis muslos y me acomodé.

—No sé si accederá a vender —respondí.

Le cogí un pezón con los labios y tiré de él despacio, levantando la cabeza, hasta que se me escapó de la boca. Al caer, el pecho se movió como si fuera un flan esférico. Me gustó y repetí la operación.

Comprar el resto del terreno era la mejor salida al desastre al que me había llevado el derrumbe de Isidre, sin duda. Y no solo eso, sino que parecía una inversión fantástica. Como socio tenía prioridad en su adquisición y seguro que me lo podía quedar por un precio muy inferior al de su valor. Pero no tenía el dinero ni la capacidad de crédito para obtenerlo. Además, yo no soy un promotor, ni un inversor, y mi situación financiera era pésima: tenía todas las tarjetas sin saldo (una deuda de casi veinte mil euros) y las cuentas en números tan rojos como el banco me había permitido (seis mil euros más). Y a esto había que añadir el préstamo que había pedido para construir la casa (tres cientos sesenta mil euros a devolver en treinta años).

Raquel me pasó los dedos por el pelo.

—Si no se lo preguntas, no lo sabrás —dijo—. También vendió todo aquello de Sant Sadurní, que era mucho mayor. Si no ha empezado a construir, a lo mejor es porque no tiene demasiado interés. Ya hace más de dos años que compramos el terreno.

Seguí entreteniéndome con sus pezones. Ahora también le acariciaba el del otro pecho con los dedos mientras pensaba que aquello de «compramos» no era ni siquiera aproximado. El solar lo había comprado la sociedad que habíamos montado con Isidre, y yo solamente había aportado el capital necesario para construir la casa y el del valor del terreno que le correspondía. Y digo «yo» porque había sido yo, no ella, ni nosotros. Cuando fui al banco a pedir un préstamo para poder poner la operación en marcha, me lo denegaron por falta de garantías. Un porcentaje minoritario en una sociedad que tiene un terreno no es garantía de nada, esta fue la respuesta del director de la oficina bancaria. ¿No tienes un piso? Lo puedes hipotecar, me dijo. El piso donde vivíamos era de los padres de Raquel y, en ese momento, cuando se suponía que todo me estaba yendo tan bien, no pensaba humillarme pidiéndoselo en garantía. Me tuve que espabilar, y espabilarme consistió en engañar a mis padres para que hipotecaran su vivienda. Así obtuve el préstamo para poder construir la casa.

El pezón se volvió a desprender de mis labios. Levanté la cabeza para mirarla a los ojos.

—Ya hablaré con él después de las fiestas —respondí por decir algo.

Y para simular que pensaba en ello añadí que era mucho dinero y que no nos lo vendería por lo mismo que le había costado, que seguro que si lo hacía sería para ganar algo y que, además, el precio del suelo había subido mucho en los últimos dos años.

—Tú pregúntaselo —dijo.

Colocó las piernas sobre mis hombros y me agarró del pelo. Aquello significaba que le apetecía un poco más de fiesta, concretamente con mi cabeza entre sus muslos. Me sumergí en los deliciosos jugos de su sexo mientras recorría el contorno de su cuerpo con los dedos y me entretenía en aquellos puntos donde sabía que más le gustaba.

Me apliqué a fondo hasta que apretó los muslos contra mi cabeza y con ambas manos la atrajo con fuerza hacia el origen de su placer. Después de un instante aflojó la presión, un poco, sin soltarme del todo para que volviera a empezar y así lo hice, tres veces más, hasta que le bastó y, riendo, giró sobre sí misma y me hizo rodar con ella para acabar sentada a horcajadas encima de mí.

—Tu cabello se confunde con la alfombra —dijo removiéndomelo con los dedos—. Es casi del mismo color.

Y me dio un beso corto en los labios.

—¿Quieres que te haga una mamada? —me dijo al oído, y me acarició la oreja con la lengua tentándome.

Por supuesto que quería, las mamadas eran su especialidad.

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