No tengo voluntad

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«No tengo voluntad», ¡qué gran frase! Es la respuesta perfecta a cualquier alusión a tu volumen y a la conveniencia de que hagas régimen. No necesitas ningún argumento más, has descubierto que frente a esta afirmación ya nadie hace ningún comentario. Tienes la justificación perfecta para seguir comiendo y bebiendo sin control.

Usar estas tres palabras te llena de satisfacción. Estás tan orgulloso de su eficacia que no puedes evitar sonreír cada vez que las sueltas. Incluso antes de decirlas, cuando ves que tienes la oportunidad de utilizarlas, se te empiezan a estirar los labios y te brillan los ojos mientras piensas: ahora verás.

Mientras tanto, vas añadiendo kilos a tu cuerpo. Pero eres un tipo coherente y, aunque es cierto que te sorprendes cada vez que te ves en el espejo, no haces nada para evitarlo.

Tus amigos y tus compañeros de trabajo ya no te incordian, saben cómo les responderás. Tus padres y tus hermanos, también, pero insisten; dicen que están preocupados y utilizan el argumento de la salud para tratar de convencerte. No tengo voluntad, contestas invariablemente.

Juana, tu mujer, empieza a estar un poco molesta. Al principio, tu eslogan —así llamaba ella a tu frase— le hacía gracia, pero ahora dice que quizás que pares ya, que no puedes seguir por este camino. Te sorprende su incoherencia, es licenciada en filosofía y profesora universitaria, una persona inteligente. Si el concepto era válido cuando te lo inventaste no entiendes por qué tiene que dejar de serlo ahora.

En la empresa te hacen pasar una revisión médica. Sobrepeso, hipertensión y las principales variables de los análisis muy alteradas. El médico te dice que deberías hacer régimen y moderar el consumo de alcohol. No tengo voluntad, respondes satisfecho.

Cada vez te sientes más cómodo con esta actitud. Estás tan contento de tu inteligencia, y tan satisfecho de tu argumento, que piensas que tienes que sacarle más provecho. Decides extenderlo a todos aquellos ámbitos de tu actividad que lo permitan. Al analizarlos te das cuenta de que en algunos ya lo has puesto en práctica de forma intuitiva. Enseguida, en un último esfuerzo que consideras imprescindible, te pones a trabajar para conseguir la coherencia que tu pensamiento pide de tus actos. Sublime, piensas, has perfeccionado tu filosofía, no tengo voluntad puede justificar todas las vertientes de tu conducta; de pronto ha adquirido una dimensión intelectual.

La revisión médica debes pasarla una vez al año. Esta vez, cuando te dan los resultados, no te visita ningún médico, sólo te entregan un informe dentro de un sobre cerrado. Esto te disgusta. Sobrepeso, no especifica cuánto —no te pesaron porque te dijeron que la báscula no daba para tanto—; y la tensión alta hasta un grado alarmante, que es lo mismo que te dijo la chica que te la tomó. En los análisis, todos los valores están muy por encima o muy por debajo de los estipulados como correctos. Recomendaciones: imprescindible hacer régimen, erradicar el consumo de alcohol y visitar a un médico. Tienes la respuesta pero no a quien dársela, no hay interlocutor. Esto te angustia, el argumento sólo tiene valor si puedes responder a alguien cara a cara. Miras si el informe está firmado. Sí. Lo resuelves escribiendo una carta al firmante que dice: en relación con su informe le comunico que no tengo voluntad. No visitas a ningún médico.

Juana te dice que se va, que te deja, que lleva demasiado tiempo pidiéndote que cambies de actitud. No es una actitud, es una filosofía, le respondes. Qué sabrás tú de filosofía, dice ella. ¿Y qué sabes tú de la esencia de mi pensamiento? le replicas. Te dice que tu pensamiento no tiene ninguna esencia, que todo es una imbecilidad que te has inventado para justificar tu holgazanería, que debes de creer que eres muy listo, pero que en realidad todo el mundo piensa que eres un imbécil y que ella ya está harta.

Le respondes, pero por primera vez no te queda muy claro que tu contestación, inapelable pero ya conocida, acabe de estar a la altura. Os miráis a los ojos. La mala leche de Juana flota por un instante en el silencio espeso que os separa y se mezcla con los recuerdos de vuestra intimidad. Crees que el subconsciente te está traicionando y, cuando te quedas solo, te sacudes la nostalgia pensando que hace tiempo que dormís en camas separadas porque los dos, en la misma, ya no cabéis.

Obtienes la baja por enfermedad, pero las dificultades se empiezan a extender a la vida doméstica. Las mesas y las sillas que tienes ya no se adaptan a tus dimensiones, has tenido que arrinconar algunos muebles para poder moverte por los espacios de tu piso y empiezas a tener verdaderas dificultades para pasar por los huecos de las puertas. Finalmente, una noche, cuando quieres irte a dormir, no logras entrar en la habitación. Lo intentas de todas las maneras que eres capaz de imaginar pero no lo consigues. Sin mucha esperanza, pruebas de entrar en el baño. Tampoco puedes hacerlo. Vuelves por el pasillo hasta la sala y te sientas en el sofá, el único mueble que aún admite tu volumen. Miras hacia la puerta de la cocina, pero ni te acercas a ella, sabes que mide lo mismo que las otras dos.

Ahora vives en el comedor; en el sofá, concretamente. Has arrancado el marco de la puerta del baño y, a golpes de martillo, has derribado la pared de alrededor para ampliar el agujero de paso hasta que ha alcanzado la anchura del pasillo. No has tocado nada más.

Tu actividad se ha reducido a ingerir, evacuar y dormir; siempre con la televisión encendida. Te alimentas de kilos de pizza, de hamburguesas, y de litros de cerveza que solicitas por teléfono y pagas con tarjeta. No paras de engordar. Ir al baño comienza a representar una dificultad seria. El corredor es cada día más estrecho. Cuando entras, las paredes te comprimen el cuerpo y el rozamiento te dificulta el movimiento. Recorrer el pasillo de un extremo al otro supone un esfuerzo agotador.

Empiezas a dividir las horas en que no duermes entre el baño y la sala. A pesar de la incomodidad que representa estar sentado en la bañera, el esfuerzo que supone el trayecto hasta el sofá hace que solo vuelvas a él cuando es imprescindible. Entonces te quedas ahí hasta que no tienes más remedio que volver al baño.

En el baño es donde estás ahora. Has llegado después de realizar un trabajo extraordinario. Por un momento, cuando estabas en el pasillo, las paredes te comprimían tanto que has creído que quizás no lo conseguirías. Has tenido miedo. Y el miedo, que te ha cogido desprevenido, ha hecho tambalear los cimientos de tus principios. Ser consecuente con tu filosofía ya hace tiempo que te está resultando muy cargante, pero la aparición este nuevo elemento lo precipita todo. Sentado en la bañera, temblando aun por el susto y el agotamiento, te derrumbas. Y también se derrumban los diques que habías construido alrededor de tu pensamiento. Recuerdos lejanos de un pasado feliz y olvidado te inundan el cerebro como si fueran el agua que los ha reventado. Piensas en Juana y en recuperar una vida que tuviste. De repente, te parece que esta perspectiva te acoge con los brazos abiertos y que sólo tienes que lanzarte a ellos para que te recojan. Solo tienes que encontrar un argumento que justifique tu cambio de actitud, uno sólido. No puede ser el miedo, evidentemente, ni puede contradecir tu comportamiento de los últimos años, no puedes permitirte hacer el ridículo. Tienes tiempo. Hasta que pierdas los kilos necesarios para volver a salir, tienes tiempo para pensar en ello.

Suena el timbre de la puerta, es el mensajero que te trae la cena. Aún no te has recuperado del esfuerzo que has tenido que hacer para llegar hasta el baño, pero la euforia que te ha provocado la decisión que has tomado te da la fuerza que necesitas. Te levantas con dificultad. Con los brazos pegados a los costados, flexionando las piernas e inclinando el cuerpo hacia delante, introduces la cabeza y los hombros en el hueco del pasillo. Tu cuerpo se va comprimiendo entre las dos paredes a medida que lo introduces en el corredor, como cuando metías el edredón de plumas por el agujero de la lavadora. La diferencia es que este agujero es un tubo de cinco metros de largo y tú eres más compacto que el edredón. Consigues introducir todo el cuerpo, la presión de las paredes te vuelve a producir un momento de angustia y empiezas a sudar. Vuelve a sonar el timbre. Intentas respirar hondo, pero la compresión a la que estás sometido no te lo permite. Procuras serenarte y presionas con los pies contra el pavimento mientras empujas hacia delante con los hombros. Empiezas a avanzar muy lentamente. Oyes el timbre por tercera vez, ahora cuatro llamadas largas y seguidas. Es un ultimátum del mensajero, si no llegas en unos segundos, se irá con la cena. Consigues hacer una parte del recorrido, pero cuando aún no has llegado a medio pasillo, te quedas trabado. Por algún error en tu técnica, además de ir adelante, te has ido separando del suelo. Ahora, sólo lo tocas con las puntas de los pies. Sin ese apoyo eres incapaz de avanzar o retroceder. Te has quedado suspendido entre las dos paredes con los brazos clavados en el cuerpo, embebidos por tu propia carne que se aplasta contra los paramentos. Desesperado, intentas liberar tu cuerpo con movimientos bruscos del tronco, pero sólo consigues menear los huesos dentro de la masa amorfa en que te has convertido, sin desplazarte ni un centímetro, como si tu piel se hubiera quedado adherida a las paredes. Te vence el cansancio. Ya no puedes moverte. Miras hacia el fondo del pasillo y ves que se aleja, como en un zoom atrás, infinito. Tienes un ataque de pánico, la casa se te come, te quedarás atrapado entre las dos paredes. Gritas. El sudor se vuelve muy frío, sientes un dolor intenso en el pecho y en el brazo izquierdo. Te falta aire. Es un infarto, estás seguro. Intentas recordar lo que leíste algún día, en algún lugar. Sólo recuerdas «avisar a una ambulancia», pero antes había que hacer otras cosas; respirar, ¿respirar cómo? El final del pasillo ya es sólo un punto muy lejano, casi no lo ves. La imagen se empieza a oscurecer, cada vez más deprisa, hasta que, finalmente, a una velocidad insólita, se funde a negro y todo desaparece para siempre.

©Albert Gassull 2014

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