MALAS ARTES. Tercer capítulo

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3

Llegamos a la finca de Nacho y Marta a las ocho en punto, como nos habían pedido. Aparcamos el coche en la parte del jardín que habían destinado a este fin. Ya había seis o siete coches, todos más caros y más nuevos que el nuestro.

Marta nos recibió en la puerta. Estaba despampanante, con los labios rojos, el cabello rubio recogido en un peinado alucinante y un vestido negro, largo y tremendamente escotado.

―Raquel ―dijo como si fuera una sorpresa―, estás preciosa.

Sonreía con los brazos abiertos, pero no demasiado, y el cuerpo ligeramente inclinado hacia atrás. Raquel hizo un gesto parecido, como si fuera su espejo, pero girando un poco la cabeza sin dejar de mirarla. Entonces, como si estuvieran sincronizadas, volvieron a pasar por la posición vertical para acercarse, estiraron los cuellos hacia delante y lanzaron besos al aire mientras sus mejillas se tocaban.

―Miquel, siempre de negro, ¿eh? ―me dijo Marta.

No supe adivinar qué significaba aquel tono, pero no dejó de sonreír y se me acercó para que le diera dos besos.

De pie, con las manos colocadas detrás de la espalda, a una distancia que la mantenía al margen de nuestra actuación, había una chica con aspecto de indígena de algún país latinoamericano. Vestía de negro. Cuando terminamos nuestra coreografía, Marta debió de hacerle alguna señal porque se acercó a nosotros para hacerse cargo de nuestros abrigos.

Nos dirigimos hacia uno de los salones, un espacio de unos seis metros de fondo, dieciocho de longitud y cinco de altura, con un techo artesonado, de madera. Detrás de una mesa alargada, llena de vasos y botellas, un joven muy atractivo, también vestido de negro, servía las bebidas. El aperitivo estaba dispuesto sobre bandejas de porcelana blanca en cuatro mesas redondas distribuidas de forma equidistante en toda la longitud de la sala. Otra chica de negro, guapísima, controlaba que hubiera de todo, transportaba más bandejas y se encargaba de retirar aquello que ya se había usado. En un rincón, observando la sala como si no estuviera en ella, había otro camarero, también de negro, también atractivo, pero un poco más maduro y con pinta de mandar más que los demás.

Raquel me abandonó nada más entrar y se dirigió, sonriendo y exhibiendo su tipo, hacia un grupito de tres chicas que había al lado de la mesa más alejada. Me quedé junto a la entrada echando una ojeada al montaje. A mi izquierda había cuatro tipos charlando. No los conocía. No me extrañó nada que uno de ellos, al notar mi presencia, interrumpiera un momento su conversación para decirme eh, chico, tráeme un whisky; como si no hubiera una mesa a menos de cuatro metros con un camarero sirviendo bebidas.

—Miquel Aramís, encantado ―le dije volviéndome hacia él y tendiéndole la mano.

Me miró un momento, desconcertado, y levantó la suya para estrechármela en un gesto que me pareció ajeno a su voluntad consciente y poniendo cara de idiota.

―Yanosveremospor aquí ―le dije antesde que tuvieratiempo de reaccionarypresentarse.

Y di media vuelta para dirigirme hacia la mesa de las bebidas.

―Hostia, pensaba que era uno de los camareros ―Oí que decía, bajando la voz, mientras me alejaba.

Aquello era como una boda de esas que tanto me gustan, pero a escala reducida y sin niños ni miembros de la tercera edad: mujeres elegantísimas, hombres con trajes impecables, un aperitivo de diseño procedente de un restaurante famoso y un personal de servicio vestido de negro y seleccionado en un casting de modelos. Jordi Matoll y sus amigos debían de estar tomando cerveza y comiendo croquetas de las que hace su mujer.

Sin embargo, lo que había distribuido en aquellas bandejas tenía un aspecto increíble, aunque de difícil comprensión. Para regarlo dudé entre la cerveza y el cava y me decidí por la cerveza, quizá por solidaridad con quienes no estaban a mi lado.

No conocía a nadie. Habíamos coincidido algunas veces con amigos de los anfitriones, incluso habíamos hecho un par de viajes con ellos y dos parejas más, pero ninguno de aquellos estaba allí en aquel momento. Marta estaba ocupada recibiendo a la gente que iba llegando. A Nacho todavía no lo había visto.

Con la cerveza en la mano, me dirigí hacia donde estaba Raquel. Me presentó a sus amigas, eran algunas de sus compañeras del gimnasio. Sin ningún reparo, fui objeto de un repaso rápido, casi profesional. Yo también hice lo que pude, aunque ellas eran tres. Para decirlo claro, me hubiera follado a cualquiera de aquellas chicas sin pensarlo dos veces. Me fueron ofreciendo sus mejillas para que les diera los besos de rigor y entonces, cuando parecía que una de ellas iba a empezar a interrogarme, apareció Nacho. Le dio dos besos a Raquel y me arrastró hacia un grupo de hombres. Yo hubiera preferido quedarme con ellas. Las conversaciones masculinas eran acerca de los nueve puntos que el Barça le llevaba al Madrid, de lo que había ganado cada uno en bolsa ese año, de golf o de coches.

―Este coche del que hablas es un coche caro, ¿verdad? ―le estaba preguntando un tipo a otro en la conversación en la que aterricé —. ¿Cuánto vale, sesenta?

―Ciento cincuenta ―fue la respuesta, no carente de cierto desprecio.

Nacho me los presentó.

―Ah, tú eres el marido de Raquel ―dijo el del coche de ciento cincuenta―. Tu mujer y la mía van juntas al gimnasio. Estuvimos en la inauguración de vuestra casa. Lástima que no pudieses venir, todo el mundo quedó muy impresionado por el espacio que has conseguido. Porque en realidad no es muy grande, ¿verdad?

―Gracias ―dije, saltándome la pregunta―. Sí, estamos muy contentos de como ha quedado.

Estuvimos hablando unos minutos de la casa hasta que alguien relacionó Gallissà con un campo de golf que hay en un municipio cercano y se pusieron a comentar los agujeros de su recorrido.

Cuando fuimos a cenar, no sé cómo, ya me había tomado tres cervezas. La cena se servía en otro de los salones de la planta baja. Había una mesa larga preparada para treinta comensales. Tuve suerte y me tocó sentarme junto a una chica muy simpática. Iba de pareja de uno de los amigos de Nacho y estaba más perdida que yo, que, como mínimo, ya sabía dónde me metía antes de ir. Ella me pareció que no, aunque no desentonaba. Era guapa y llevaba un vestido ad hoc que, después, supe que le había regalado su acompañante expresamente para la ocasión.

Raquel, que ocupaba la silla de mi izquierda, estaba exultante; feliz como pocas veces la había visto. Y me dio pena, mucha pena. De repente, al darme cuenta de cuán alejados estábamos si no nos encontrábamos en la cama, me puse muy triste. En el sexo nos entendíamos como pocas parejas, estoy seguro, pero socialmente nuestros intereses eran cada vez más opuestos. Como no me necesitaba para nada, dediqué mi atención a la magnífica cena, a beber unas cuantas copas del excelente Vega Sicilia gran reserva del 96 que la acompañaba y a hablar con la chica de mi derecha. Resultó que era fotógrafa profesional y me puso al día de las novedades digitales. Yo seguía con mi Nikon F2 y el blanco y negro, que es mi pasión, revelando yo mismo las fotos en el laboratorio que tengo montado en el despacho.

Unos minutos antes de las doce nos dirigimos de nuevo hacia el salón en el que habíamos tomado el aperitivo. Mientras cenábamos, lo habían convertido en una discoteca; habían retirado las mesas redondas ―solo quedaba la de las bebidas―, habían reducido el nivel lumínico y habían colocado unos altavoces inmensos en los rincones. Los de negro repartieron cuencos de cristal llenos de uva aromatizada con algún destilado que no supe reconocer. Nos comimos los granos disciplinadamente al ritmo de las campanadas que sonaban desde los bafles. Repartieron cava, brindamos, nos estrechamos las manos, nos besamos y empezaron a sonar las canciones del último verano. Raquel me abrazó y me dio un beso largo y húmedo con sus labios blandos y calientes. Noté como la energía se me escapaba por las piernas y el cuerpo se me quedaba como si fuera de mantequilla derretida.

―Todos me han vuelto a decir cuánto les gustó la casa ―me susurró al oído―. Vamos a bailar ―añadió como si me estuviera proponiendo hacer el amor furtivamente en algún rincón.

―Déjame ir a por una bebida ―le dije―, ahora vuelvo.

Habían adecuado el recibidor y, mientras brindábamos, también el salón donde habíamos cenado como espacios de descanso, apartados de la discoteca. No podía dejar de admirar la eficacia en la organización de aquella fiesta. La mesa donde habíamos cenado había desaparecido, como en un truco de magia para impresionar a los invitados, y el espacio lo ocupaban diferentes grupos de butacas que parecían distribuidos casualmente. Por uno de esos misterios de la acústica, allí no llegaba la música. Era una especie de chill out inmenso y tranquilo que, en aquel momento, estaba prácticamente vacío. No faltaba una mesa con bebidas. En ella localicé una botella que me llamó la atención: Parker’s Heritatge Cask Strength, Bourbon Whiskey, 64,8%. Fenomenal. Sería mi bebida para aquella noche.

No recuerdo cuántos vasos llevaba ni cuánto tiempo había pasado. Pero los 64,8 sumados al cava, al vino y a las cervezas habían producido su efecto, y la borrachera que intentaba gestionar no era nada despreciable.

Después de estar un rato en la discoteca, había vuelto a la sala en la que habíamos cenado y estaba allí, de pie, bebiendo solo mientras miraba a la gente. Raquel se había quedado bailando. Después de las uvas habían llegado más invitados y la fiesta estaba bastante concurrida. Había varios grupos de pie, hablando, otros estaban sentados en las butacas.

La atmósfera que transmitían aquellas paredes y la ausencia de música provocaban algún tipo de efecto tranquilizante porque, aunque la sala estaba bastante llena, no había nada de alboroto. Todo el mundo hablaba sin levantar la voz y, al margen de alguna risa esporádica pero discreta, el ambiente era casi el de un museo.

―Oye, tú eres arquitecto, ¿verdad?

Me giré hacia quien me hablaba. Era el acompañante de la fotógrafa con quien había estado hablando durante la cena. No recordaba su nombre.

Asentí.

―Estábamos comentando que el sector inmobiliario está fortísimo ―dijo―. El otro día leía en el periódico que en Girona, en el último año, el precio de las viviendas ha subido un 29% y que esto no tiene pinta de detenerse.

―Sí, la cosa va muy fuerte.

―Nos preguntábamos si tú, que eres del ramo, sabrías de alguna operación en la que pudiéramos invertir o de algún solar donde se pueda poner en marcha alguna promoción.

―¿Una promoción de viviendas?

―Sí.

―Todo el mundo está buscando solares para hacer viviendas.

―Ya me lo imagino. Supongo que debe de haber mucha demanda. Cuando un sector tira, enseguida llama a los inversores.

―Sí, ahora parece que si no eres promotor eres idiota. ¿Tú a qué te dedicas?

―A la importación de componentes electrónicos.

―¿Y da pasta eso?

―Hombre, no me puedo quejar.

―Pues sigue con los componentes electrónicos, que son pequeñitos y fáciles de vender, y no te metas en un mundo del que no tienes ni idea.

Me pareció que no era la respuesta que esperaba.

―¿Cómo? Ya, pero también hago inversiones en otros sectores. ―No se había ofendido―. Si sabes de algún solar, nosotros podríamos comprarlo y encargarte el proyecto y, también, la gestión de la promoción.

―Sí, y de las ventas si te parece. Mira, con un solar en las manos lo que me sobran son clientes. Y los tengo de todo tipo, te lo aseguro. Y antes de decírtelo a ti se lo diría a cualquier otro que tuviera la seguridad de que no lo echaría todo a perder. Que ya está bien, joder. Ahora resulta que la pasta está en el mercado inmobiliario y todos para allá. Contrabandistas, vendedores de electrodomésticos, charcuteros y, ahora, importadores de componentes electrónicos. Pero ¿qué coño os pensáis? Os da todo igual, ¿no? La cuestión es ganar dinero.

―Hombre… ―dijo.

―El dinero, sí. Ya estoy hasta los cojones del puto dinero, de depender de la pasta y de tener que ir todo el puto día aparentando que estoy forrado y que me gusta pasar el tiempo con gilipollas como vosotros que no sabéis hablar más que de la bolsa, de golf, de yates o de coches. Que cuando habláis de Laporta o de Urdangarín decís Jan o Iñaki, como si fueran vuestros amigos más íntimos, cuando no lo deben de ser porque ni ellos están aquí ni vosotros en sus fiestas. Ni siquiera los debéis de conocer.

Había empezado a llamar la atención, así que me volví hacia la audiencia y me fijé en una chica bastante guapa que me miraba intrigada.

―Ah, y las tías, claro ―dije saludándola con un gesto de cabeza―. La pasta da acceso a las tías buenas. Bueno, a algunas; a algunas imbéciles, en concreto, que lo único que quieren es pasearse luciendo un tío con dinero. Es la combinación perfecta: tío con pasta con tía buena. Y así cada uno tiene lo que quiere y todos contentos. Salud. —Levanté el vaso y tomé un sorbo de 64,8―. Por eso están tan buenas las pijas, porque los tíos como vosotros siempre tenéis acceso a las mujeres más guapas y tenéis hijas con ellas y así vais mejorando la especie, la especie de los pijos. Y con todo esto bellamente resuelto, desde el punto de vista del orden social, os hartáis y, mientras mantenéis las formas, las tías os empezáis a tirar a vuestros entrenadores personales y los tíos a vuestras secretarias, o a las becarias, o a las jovencitas que tengáis más a mano y que se dejen, o que también sean del tipo cazar a un tío con pasta. ―Estuve a punto de perder el equilibrio porque no había parado de gesticular para dar énfasis a mi discurso, pero me apoyé en el sillón que tenía al lado. Para disimular apuré mi bebida y miré, un poco triste, el vaso vacío―. Ya me gustaría empezar a ver los eseemeeses que habéis ido recibiendo esta noche, ya. ¿Quién tiene cojones de enseñar los mensajes de su móvil? Venga, va, podríamos hacer un concurso. A ver quién ha recibido el mensaje más guarro.

Mi propuesta provocó algunos murmullos y hubo quien se palpó el bolsillo para comprobar que llevaba el teléfono. Entonces vi a Raquel mirándome con la cara desencajada desde el otro extremo de la sala. Esto me hizo perder un poco el hilo, pero ya no podía parar.

―Así que ahora quieres entrar en el mundo inmobiliario ―dije, dirigiéndome de nuevo a mi interlocutor principal sin saber muy bien en qué punto había dejado el discurso.

Sonrió.

―No, no es que quiera entrar en el mundo inmobiliario. Yo lo que hago es invertir en sectores seguros y rentables. Ahora mismo la vivienda lo es, pero todavía no me he metido en ello. Por eso te lo preguntaba. Pero no hace falta que te preocupes más, no me imaginaba que mi pregunta pudiera desencadenar una crisis como esta, chico. Déjalo, de verdad, relájate y bebe tranquilo.

―Hombre, si es cuestión de ganar dinero, también se pueden ganar mucho con las drogas, por ejemplo. Sí, hombre, el narcotráfico es un negocio de puta madre. Y así hasta os saldría más barata la farlopa.

Una mano me agarró el hombro con fuerza desde atrás. Giré la cabeza y vi la cara de Nacho a un palmo de la mía.

―Miquel, basta ya ―dijo mirándome a los ojos con una intensidad que no le había visto nunca―. Me parece que será mejor que te vayas.

Seguramente tenía razón. La sala, que se había ido llenando de gente, se había quedado en silencio. Raquel lloraba abrazada a Marta, que me miraba con una cara de odio que ni ensayada le hubiera salido mejor. Me acerqué a ellas seguido por las miradas de todos los presentes y de algún comentario del tipo quién es este imbécil.

―Se queda aquí ―me dijo Marta abrazando a Raquel, que escondía la cabeza entre sus brazos para no mirarme.

No insistí.

En el recibidor estaba la chica que nos había cogido los abrigos cuando llegamos, hacía mil años. Sujetaba el mío mientras me esperaba. Había que felicitar a los anfitriones por la organización, realmente.

―Hay que ver, las fiestecitas que montan estos, ¿eh? ―le dije en un intento idiota de establecer una complicidad imposible.

Me miró a los ojos con cierto desprecio y me dio el abrigo.

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