Huevos fritos

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Cuando llegó a casa, entró en el comedor y las encontró sentadas a la mesa. Se acercó, puso las manos sobre los hombros de su hija mayor y miró a su hija pequeña y a su mujer que estaban sentadas al otro lado.

—¿Ya estáis cenando? —preguntó. Y se arrepintió.

—¿No ves que no? —respondió la mujer.

Sobre el hule amarillo que tanto odiaba había un cuenco con unas hojas blandas de lechuga y unos trozos de tomate, y un plato con tres cortes pequeños y aceitosos de carne empanada.

—Es lo que hay —dijo la mujer mientras cogía el cuenco de la ensalada.

—Ya me hago unos huevos fritos. Comeos vosotras la carne.

Se fue hacia la cocina. La imagen de las dos yemas de color naranja sobre el blanco brillante de las claras y el tocino humeante era nítida. Se lamió los labios. Abrió la nevera, cogió dos huevos, el tocino, una cerveza y dos dientes de ajo. Lo dejó todo sobre el mostrador. Del cajón sacó un abridor, destapó la cerveza y dio un trago largo y refrescante. Chasqueó la lengua y dio otro.

Puso los ajos a freír, enteros. Le gustó el olor que desprendían. Comenzó a silbar una canción sin título mientras construía mentalmente el resto de aromas del plato que se estaba preparando. La hija mayor entró en la cocina, puso una rebanada de pan en la tostadora y abrió la nevera. Él dejó de silbar y se quedó mirándola.

—Es que la carne no me apetece, comeré un poco de pan con queso.

El hombre hizo una respiración profunda, soltó la sartén, apagó el fuego y volvió al comedor seguido de cerca por el olor de los ajos fritos.

Nadie había tocado la carne. La mujer comía lechuga sin demasiado entusiasmo y la niña pequeña canturreaba en su sillita mientras desmenuzaba un trozo de pan esparciendo las migas por encima del hule. El hombre apoyó las manos en el respaldo de la silla que la hija mayor había dejado vacía y le preguntó a la niña si no pensaba comer nada. La niña dijo que no y siguió cantando.

—¿Y tú?, ¿comerás carne? —le preguntó a la mujer.

—No, comeré cualquier otra cosa. Pero hazte los huevos si te apetecen.

—¿Y qué haremos con la carne?, ¿tirarla?

Apartó la silla con rabia, se sentó dejándose caer en ella y la arrastró, haciendo ruido, para acercarse a la mesa. Cogió el plato de carne en el mismo instante que lo hacía su mujer. Forcejearon. Ella tiró del plato con violencia y se lo arrancó de la mano. Los tres trozos de carne salieron por los aires; dos fueron a parar al sofá y el tercero a la cara de la niña. La niña dejó de cantar y se quedó un momento en silencio. Después empezó a chillar de una manera desproporcionada. La tapicería del sofá chupó el aceite de la carne como si fuera un papel secante. La mujer se levantó, rodeó la mesa para acercarse al hombre y comenzó a azotarle la cara con la servilleta mientras decía: «¿Ves qué has conseguido? ¡Mi sofá, has manchado mi sofá!» Y lo repetía y seguía pegándole mientras la niña, enfada, lloraba y berreaba totalmente fuera de sí.

La hija mayor apareció en la puerta de la cocina. Se quedó mirando la escena.

—¿Todo esto es por los huevos? —dijo.

El hombre se levantó de un salto diciendo «me cago en la puta» y con una mano tumbó la mesa mientras con la otra le pegaba un guantazo a la mujer que ya lo tenía harto con la servilleta. Todo se fue por los suelos. La mesa, la mujer y también la niña pequeña que cayó de cara sobre los vasos y los platos rotos.

Años más tarde, a solas, aun recordaba el episodio cada vez que comía huevos fritos. También recordaba la carrera hasta el hospital, y la cara del médico, y la acusación de la mujer, y el interrogatorio de la policía, y el juez y la orden de alejamiento. Pero seguía prefiriendo los huevos fritos, aunque la carne empanada no le removía tanto la memoria.

©Albert Gassull 2013

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