Matador

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La calle es de dirección única y tiene tres carriles, yo circulo en coche por el de la izquierda. Cuando me acerco al paso de peatones, el semáforo se pone ámbar y decido detenerme.

Un joven delgado, con sombrero negro, camiseta blanca y chaleco, pasa por delante de mí. Lleva cuatro bolos en una mano. Da un salto, permanece suspendido en el aire más tiempo del que siempre había creído que permitía la gravedad, y aterriza de cara al Porsche Cayenne que ocupa el carril central. Se quita el sombrero, hace una reverencia, se lo vuelve a poner y comienza a lanzar los bolos al aire.

A pesar de la aparente espontaneidad del ejercicio, supongo que lo ha cronometrado y diseñado exactamente para pasar el sombrero antes de que se esfume esta audiencia efímera que tiene que presenciar el espectáculo obligada por el código de circulación.

Miro en el cenicero, no hay ninguna moneda. Llevo algunas en el bolsillo de los vaqueros. A ver si el malabarista me sorprende y hace algo que justifique el esfuerzo que representa meter la mano dentro, sentado en el coche y con el cinturón de seguridad puesto.

Hago un cálculo de cuánto creo que puede llegar a ganar en una jornada y me sale una cifra tan alta que supongo que me he equivocado.

De todos modos, decido que no le daré nada.

El semáforo de los peatones comienza a parpadear. Parece ser que no tenía el ejercicio controlado. Tendrá que salir de en medio por patas y no cobrará.

Pero no se detiene.

El del Cayenne da dos toques cortos de bocina. Lo miro y resulta que lo conozco. Es el director de marketing de una empresa con la que tengo tratos, un imbécil. Y, además, se llama Matador. El malabarista también lo mira, pero sigue jugando con los bolos. El semáforo de los vehículos se pone verde. Los que ocupan el carril del otro extremo comienzan a circular. No me muevo por no dejar al malabarista atrapado. Los que están detrás de mí tocan el claxon. También los que están detrás de Matador, que baja el vidrio del Cayenne y saca medio cuerpo por la ventanilla.

—Tio, aparta, ¡joder! —grita.

Ya he dicho que es un imbécil, pero también es un tipo con pinta de triunfador —bronceado, camisa blanca arremangada, pelo engominado y gafas de sol de marca— que está acostumbrado a que lo obedezca todo dios. Cuando ve que el malabarista recupera los bolos, escenifica una postura indulgente con una arrogancia estudiada. Después, sube el vidrio, se acomoda en el asiento y coloca las manos en el volante.

El malabarista deja las cuatro bolos de pie en el suelo, separa las piernas, se inclina hacia atrás, se coge los genitales con las dos manos y mece las caderas. La acción me coge tan desprevenido que, de repente, tengo el cuerpo tenso, las manos en el volante y una risotada atascada en la garganta. Apoyo la espalda en el respaldo y dejo que fluya la risa. El malabarista coge los bolos y los vuelve a tirar hacia arriba.

Me seco las lágrimas con el dorso de la mano y miro a ver qué hace Matador. Está amorrado al parabrisas sin soltar el volante. Entonces, sale del coche, se acerca al malabarista derrochando energía y le da un empujón con la mano en el centro del pecho que lo deja sentado en el suelo. Con esta acción se ha situado en la trayectoria descendente de los bolos, pero tiene la suerte de que sólo uno le cae encima, en el hombro. Se lo coge con la mano, con un gesto de dolor, reniega y chuta el bolo con rabia hacia la acera. Se lastima el pie, o esa es la impresión que me da por la mueca que le aparece en la cara, y mira al malabarista de una manera que presagia una agresión inmediata.

Pero el joven señala hacia la acera y acompaña el movimiento de una expresión que inmediatamente conduce nuestra mirada hacia allí. Una chica guapísima con el rostro contraído por el dolor salta a la pata coja mientras se sujeta la otra pierna con las manos. El bolo está a su lado, en el suelo, como un testigo silencioso.

A Matador le cambia la cara. Se quita las gafas, se pone una mano en la frente, se frota las sienes y los ojos y baja la cabeza. Vuelve a mirar a la chica, respira hondo y se acerca a ella.

La chica apoya el pie en el suelo con cuidado. Cuando tiene a Matador al alcance, balancea el bolso hacia atrás y le pega un golpe en plena cara con tanta fuerza que le gira la cabeza casi ciento ochenta grados. Inmediatamente, como si se hubiera asustado de su propia violencia, suelta el bolso, da un paso hacia atrás con la mandíbula desencajada y se tapa la boca abierta con una mano mientras acerca la otra, temblorosa, hacia Matador. Matador, aturdido, sacude la cabeza y también retrocede unos pasos, tambaleándose, desconcertado; se detiene y mira incómodo a su alrededor, pero evitando a la chica, que parece congelada en un gesto teatral tremendamente dramático. Se gira, vuelve a su coche, entra en él y esconde la cabeza detrás del volante.

Siguen sonando bocinas, incluso se oye algún insulto. El semáforo cambia a rojo. El conductor que tengo detrás manifiesta su enojo con un bocinazo larguísimo. Después, quizá porque todos sabemos que cualquier otro manifestación es inútil, el ruido vuelve a su nivel normal. Matador, agarrado al volante, mira al infinito.

El malabarista ha recogido los bolos y está en la acera consolando a la chica. Con un dedo le ha colocado el pelo detrás de la oreja y ahora le dice algo, mirándola a los ojos, mientras le sujeta la barbilla. Es un seductor de esos que me dan tanta envidia. Ya la tiene en el bote, sólo hay que ver la cara de encandilada que pone ella. Silbo para llamar la atención del muchacho. Me mira con desconfianza, pero le indico que se acerque a mí y lo hace. Me meto la mano en el bolsillo y saco la primera moneda que encuentro. Dos euros, también es mala suerte.

—Gracias chaval, un buen espectáculo —le digo mientras se la doy.

No sé si acaba de entenderme, pero se toca el sombrero con la moneda y vuelve con la chica.

El semáforo se pone verde. Matador sale disparado. Miro por el retrovisor a ver qué hace el que está detrás de mí. Toca el claxon y se asoma por la ventana.

—¿Y ahora a qué esperas, imbécil? —me dice.

Pienso que es una ocasión fantástica para montar un sarao en plena calle, pero decido arrancar. Aún así, me arriesgo a sacar el brazo por la ventanilla y, con el dedo medio, indicarle que le den mientras lamento que, seguramente, nunca sabré cómo acabará la historia del malabarista y la chica, o qué versión de los hechos dará Matador, o si dará alguna.

©Albert Gassull 2014

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